Daron Acemoglu, y James Robinson, en su libro “¿Por qué fracasan las naciones?”, señalaban que la institucionalidad tiene tres características clave: “Reforzar los derechos de propiedad para incentivar la participación económica, restringir el poder de políticos y élites, y asegurar un cierto grado de igualdad y acceso a las mismas oportunidades para la mayoría de los ciudadanos. Estos son los cimientos que aseguran el desarrollo sostenido de una economía”. Institucionalidad = reglas de juego formales e informales.
Por otro lado, la teoría de la complejidad económica (Ricardo Hausmann y César Hidalgo) se basa en la idea que la producción de bienes y servicios requiere no sólo de materias primas, mano de obra y maquinarias, sino también de conocimiento tácito necesario para combinar estos elementos dentro del contexto de una unidad productiva. Este tipo de conocimiento o know-how tiende a ser uno de los principales factores que limitan la transformación estructural y la diversificación productiva de las economías del mundo. Es, además, el más difícil de transmitir y enseñar, pues sólo se adquiere con la práctica. El know-how requerido por la mayoría de las actividades económicas se adquiere mediante la experiencia y resulta de la combinación colectiva de distintas capacidades. Según esta teoría, la base del crecimiento económico reside en las capacidades productivas con las que cuenta un territorio para producir mayor variedad de bienes y, a la vez, productos cada vez más complejos.
¿Cuál es la relación entre la Complejidad Económica (CE) y las instituciones? Aprovecharé la CE para justificar la urgencia de una reforma del Estado entendiendo al Estado como un agente que tiene una función de producción que, gracias a los recursos fiscales, combina factores de producción en productos (bienes y servicios) que son entregados a los ciudadanos para generar bienestar. Entonces podríamos preguntarnos ¿qué tan “institucionalmente” complejo es nuestro Estado?
Según el Índice de Competitividad del World Economic Forum (WEF), las instituciones en el Perú es una de las más precarias si las comparamos con las de nuestros pares regionales. En el 2019, el Perú se ubicó en el puesto 94, cuatro posiciones menos con respecto al año anterior. De los ocho subpilares, nos encontramos en el tercio inferior en la mitad de ellos: seguridad (puesto 120), desempeño del sector público (98), derechos de propiedad (95) y orientación del Gobierno hacia el futuro (108). En el resto, capital social (80), controles y equilibrios (64), gobernanza corporativa (59) y transparencia (91), nos encontramos en el tercio medio. Al mirar con mayor detalle, el Perú es uno de los peores países en términos de costos causados por el crimen organizado (134), la confianza en la policía (131), la independencia judicial (122), la carga regulatoria (128), la protección de propiedad intelectual (124) y la eficiencia del sistema legal para resolver disputas (134), entre otros.
Esta debilitada institucionalidad nos da a entender que el Estado peruano está lejos de la “complejidad institucional” y por ende, es un Estado “básico”, se manifiesta como reactivo (resolución de problemas al estilo “bombero”), carente de anticipación estratégica (privilegia el corto plazo frente a una visión de largo plazo), no advierte de la baja calidad del crecimiento (baja productividad, elevada informalidad, baja competitividad, escasa movilidad social, etc.), propicia una permanente sensación de problemas que nunca se resuelven así como de brechas que nunca se reducen. Un Estado “básico” no es capaz de resolver problemas multidimensionales y mucho menos aprende de sus errores. Esta debilidad institucional propicia el fortalecimiento de grupos que buscan rentas y perpetúan privilegios: se manifiesta también en una debilidad en todo el ciclo de diseño de políticas públicas efectivas. Aunque las reformas estructurales de los 90 estabilizaron la macroeconomía, no fueron seguidas por reformas de fortalecimiento institucional. Por ello, una vez que el país alcanzó su condición de país de “ingreso medio alto” gracias a su fortaleza primario-exportadora, perdió la urgencia de fortalecer la institucionalidad del Estado y esto se observa es la precaria calidad de nuestro crecimiento económico y casi ausente consenso sobre aspectos prodesarrollo.
Las próximas elecciones presidenciales pospandemia de COVID-19, deben tomarse como la oportunidad para introducir las reformas institucionales que transformen las instituciones extractivas en instituciones inclusivas. Para recuperar una senda de crecimiento sostenido de la economía peruana, se tendrá que construir resiliencia abordando desafíos estructurales en instituciones, eficiencia del gobierno, corrupción e infraestructura.
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