Desde hace aproximadamente seis o siete años se vienen publicando una cantidad enorme de libros y trabajos sobre la fragilidad o mortalidad de la democracia. Esto demuestra que hemos adquirido una especial conciencia de la fragilidad de este sistema que dábamos por sentado. Sin embargo, esta falta de unidad en el diagnóstico indica un problema. El diagnóstico de la fragilidad o muerte de las democracias se agrupa en dos posibilidades: unos mencionan que el problema es que el pueblo tiene poco poder y por lo tanto, las soluciones vienen desde el empoderamiento de este y la mejora de su participación; y los otros diagnósticos más bien son antagónicos, indican que el problema es el pueblo que tiene demasiado poder, por lo tanto, lo que hay que limitar es esa soberanía popular, dar más poder a los expertos para solucionar problemas que el ciudadano no puede gestionar.
Ensimismo, este dualismo es un problema al tener que optar por uno o lo otro, principio del placer o principio de la realidad. Las izquierdas o las derechas con sus distintos matices se agrupan más cómodamente en alguno de los dos polos. Sin embargo, no tendríamos que renunciar a las aspiraciones de autogobierno ni al mismo tiempo tampoco generar un gobierno de incompetentes. Entonces, uno de los grandes problemas es saber cómo suturar esa herida abierta en el corazón de la democracia que parece que nos obliga a ser unos tecnócratas sin corazón y sin expectativas o unos realistas y crueles que simplemente gestionan los datos de una realidad entendida de manera muy mezquina.
Ahora, el problema fundamental que tenemos hoy en día es que cualquiera que desee traerse abajo la democracia apela a algún valor de la misma democracia. Esta tiene tanto prestigio como palabra que nadie que la quiera subvertir lo dice explícitamente y eso nos despista. En ese sentido, no es descabellado decir que “todos los caminos conducen a la Roma de la democracia”, y es que en el fondo sus enemigos más encarnizados utilizan una lógica, una retórica que considera solamente una dimensión de la democracia de manera unilateral. Por lo tanto, tenemos que ir hacia una democracia completa en donde seamos capaces de compatibilizar valores y criterios (tiene que haber soberanía, pero también compromiso trasnacional, tiene que haber participación, pero también representación, entre otros).
Luego, la democracia tiene que ser protegida respecto de sí misma. Es decir, la democracia es el autogobierno del pueblo, pero también la protección contra ese poder del público dentro de esa soberanía popular. Esta limitación tiene que ver con que la voluntad popular no es la voluntad espontánea, variable y cambiante del pueblo sino una voluntad a unos compromisos, a una estabilidad y a un equilibrio en donde se gobierne para las minorías y mayorías, pero partiendo siempre desde el punto medio (desde la orilla de la periferia).
Por último, más que pensar en los actores concretos que intervienen en el proceso político hay que darles más importancia a los elementos sistémicos, a los elementos de procedimiento de cultura política que dan estabilidad o creatividad a un sistema y por lo tanto no deberíamos de esperar demasiado que llegue un líder providencial porque es muy ‘virtuoso’ ni temer demasiado cuando llega un líder catastrófico. Es necesario diseñar las cosas de tal manera que puedan resistir el paso de un gobernante indeseable que, por supuesto, no queremos.
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