Entre los muchos y variados males sociales que el Perú ha gestado a lo largo de su historia, quizá el más doloroso y funesto sea la discriminación. Sus consecuencias son de distinta intensidad: desde la exclusión de ciertos espacios privilegiados, tanto públicos como privados, hasta los más salvajes y sanguinarios como la descarga sistemática de violencia contra las poblaciones indígenas por el solo hecho de no encajar ni fisiológica ni espiritualmente en el modelo occidental canonizado por la cultura oficial.
Si bien es cierto que el Estado peruano es miembro integrante de la Convención Internacional de todas las Formas de Discriminación Racial (CERD, por sus siglas en inglés) desde 1965, las manifestaciones de racismo difundidas, durante la última semana, a través de la prensa y las redes sociales ponen en evidencia, una vez más, la urgencia de una política pública integral que combata de forma decidida y frontal el racismo y todas las formas de discriminación. Si aspiramos a que el Perú sea una sociedad justa y equitativa, tenemos que aprender a formarnos como ciudadanos y ciudadanas íntegras, responsables y ecuánimes.
¿Qué hace falta para ello? ¿Cuáles son las propuestas del actual Gobierno al respecto? Cierto es que hay avances en esa línea. De hecho, en diciembre del año pasado se aprobó el Plan Nacional de Derechos Humanos 2018-2021, que si bien incide sobre las poblaciones y grupos sociales más necesitados de protección por parte del Estado, adolece de la falta de una visión integral orientada hacia la promoción y la protección de los derechos humanos como un componente transversal a nuestra sociedad.
Quizá sea necesario ir más allá de las explicaciones históricas acerca del surgimiento del racismo en nuestro país para entender este fenómeno social que pervive con su influencia nociva y tóxica. Quizá sea momento de repensar qué es el racismo y por qué sigue tan actual y vigente en nuestra sociedad. Llevarlo a un estadio de reflexión crítica radical puede ayudarnos a entender qué estamos haciendo para contenerlo. Quizá no sea tanto que nos tengamos miedo los unos a los otros por el solo hecho de ser diferentes, sino que no hemos aprendido a reconocernos como iguales. La pregunta que toca responder surge por sí misma: ¿qué hacer?
En la antípoda de la actitud racista y discriminatoria, alentada por la fobia hacia la diferencia, emerge la actitud que reconoce, acoge e integra la diferencia y apuesta por la solidaridad que está a la base de todas las construcciones humanas, tanto teóricas como prácticas. No se trata, ciertamente, de integrar la diferencia para suprimirla en lo homogéneo y ya conocido, sino para conservarla como el elemento nuevo que enriquece nuestra experiencia de la vida, del mundo y de nosotros mismos. Hegel nos recuerda que el individuo se conoce mejor a sí mismo cuando más integrado está a la sociedad. El desafío está en desmontar los mecanismos teórico-prácticos que ponen en movimiento al racismo y la discriminación. Es el camino del desarrollo.
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