Como casi todas las naciones sudamericanas, el Perú republicano nace de la abolición del viejo orden colonial: un legítimo anhelo de justicia que mueve a fraternidad está en la base de la actitud emancipadora que reniega de la desigualdad estamental y, en su reemplazo, impulsa la participación ciudadana, la alternancia en la función pública, la división de poderes y la secularización del Estado.
La República Peruana se funda sobre una sociedad escindida y viciada por las diferencias más superficiales. El racismo es un dispositivo ideológico que estructura a la sociedad colonial. La estratificación social reproduce la ideología racista cerniendo a la sociedad por el tipo de pigmentación que presenta la piel de los individuos que forman parte del cuerpo social y asigna una función social a cada tipo de piel pigmentada. La sociedad de amos y siervos, que se resiste al derrumbamiento, no cede ante la acometida de la sociedad de ciudadanos libres, autónomos y deliberantes. Pese a toda su prédica igualitarista, el republicanismo no logra desarraigarlo: el racismo pervive aun en nuestros días. La discriminación, la exclusión y la segregación racial se siguen practicando hoy en día con pasmosa estolidez. La COVID-19 se suma a este y otros males ya existentes.
Larga es la historia sobre cómo la República favoreció la profundización de la escisión social y, con ello, de la brecha de desigualdad y la seguidilla de sus males y efectos nocivos. En el discurso “Propaganda i ataque” (1888), Manuel González Prada expresa la desazón que sienten los peruanos a finales del siglo XIX: diagnostica que el Perú es un “organismo enfermo” y señala, además, una causa de la enfermedad: el historicismo y su naturalización de la desigualdad, que él llama el “virus teolójico” de que está infecta la nación peruana. Espeler el "virus teolójico" implica un grandioso desafío sacar al Perú de ese estado de enfermedad.
Disueltos los estamentos queda la pluralidad cultural, la diversidad idiomática y la riqueza humana. Para Rousseau, una sociedad desigual padece de estrés continuo: cuando la carencia de los más necesitados contrasta con la abundancia de los que más tienen, razona el filósofo, entonces la sociedad se halla escindida, rota por dentro, fragmentada y fraccionada. El diálogo es vía de integración ¿Es posible una sociedad sin conflicto? ¿Y cómo sería esta sociedad? No, por cierto, de tal naturaleza que anule por completo el conflicto y lo imposibilite de surgir de las concomitancias cotidianas de la vida social y política. Para el filósofo, una sociedad igualitaria practica la gestión preventiva de los conflictos sociales y canaliza las energías humanas hacia fines más nobles, altruistas y solidarios a través de las vías más razonables del diálogo, que facilita el reconocimiento, la cooperación mutua, el trabajo compartido y la reciprocidad.
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