El pueblo, supremo soberano, lo ha decidido: Donald Trump volverá a ser presidente de los Estados Unidos desde el próximo 20 de enero. Dado el carácter de este país como mayor superpotencia global, la gestión gubernamental de Trump tendrá efectos latitudinales que alcanzarán también de modo significativo a América Latina. Todo indica que la relación bilateral de ese país con nuestra parte del mundo involucionará, durante el gobierno de Trump, de la actual apatía hacia una regresión proactiva, teniendo como una de sus coordenadas fundamentales a la política migratoria que empezará a aplicarse en Estados Unidos apenas él asuma funciones.
La persecución y deportación masiva de migrantes en situación irregular ha sido una de las promesas electorales más reiteradas y viscerales de Donald Trump, y el electorado -desafortunadamente- la ha respaldado categórica y conscientemente al volver a elegirlo presidente. Ya durante su primer mandato, Trump tuvo expresiones claramente racistas y discriminatorias respecto a los inmigrantes del resto de las Américas. En esta segunda ocasión, gobernará con menos contrapesos institucionales, pues el Partido Republicano, bajo cuya bandera ha sido elegido, tendrá mayoría en ambas cámaras del Congreso, y la influencia conservadora sobre la Corte Suprema y el resto del sistema judicial se ha acrecentado.
En la reciente campaña electoral la obsesión anti inmigratoria de Trump se ha radicalizado aún más. A fines de febrero último, en un video difundido en Truth Social, su red social favorita, se le escuchó a él prometer “llevar a cabo la operación de deportación de migrantes ilegales más grande en la historia estadounidense”; y en abril pasado, confirmó a la revista Time que, entre sus planes, sí estaba deportar a más de 15 millones de ellos. Además, ha anunciado que cerrará la frontera con México desde “el primer día” de su Administración para frenar la “criminalidad” de los migrantes, a los que en varias ocasiones ha acusado de ser naturalmente violadores, ladrones y asesinos. En otras reiteradas ocasiones recientes, Trump se ha referido a los migrantes en situación irregular con un lenguaje que copia la fraseología nazi: “envenenan la sangre del país” y “estamos siendo invadidos”. Es previsible que los efectos de esta obsesión persecutoria contra los inmigrantes también afectará a muchos que sí radican en los Estados Unidos de modo legal, así como a familiares directos, sin perjuicio que, por ejemplo, tengan cónyuge o hijos estadounidenses.
Según datos de Pew Research Center, la población migrante irregular en Estados Unidos sobrepasó los 11 millones en el 2022. Aunque dada la naturaleza del fenómeno no existen estadísticas exactas sobre el número de migrantes peruanos radicados en situación irregular dentro de los Estados Unidos, nuestra Cancillería estimó en 2005 que bordeaban los 600 mil, y es razonable asumir que actualmente se aproximan a un millón.
He aquí el mayor desafío para la política exterior bilateral del Perú con los Estados Unidos bajo la nueva Administración de Donald Trump: desde inicios del próximo año, previsiblemente empezaremos a recibir miles de compatriotas deportados por haber permanecido en situación migratoria irregular en ese país, muchos de ellos ya totalmente desarraigados del Perú por haber estado viviendo largos años en Norteamérica. Otros probablemente serán sometidos a detención administrativa en espera de su deportación, acaso en condiciones que impliquen flagrantes violaciones a sus derechos humanos. La magnitud y los impactos socioeconómicos y humanitarios de este fenómeno serán mayúsculos, y la capacidad diplomática del Perú para negociar opciones de amenguamiento con las nuevas autoridades estadounidenses será nula, dado entre otros factores la insistencia que Trump dio en su discurso electoral a la promesa de deportar a millones de migrantes en situación irregular.
Uno de los impactos más agudos que tendrá la persecución y deportación de peruanos en situación migratoria irregular dentro de los Estados Unidos será la drástica reducción de los flujos de remesas que ellos han venido generando, que son una herramienta muy eficaz para la disminución de la pobreza, pues el mayor volumen de beneficiarios de ellas son personas de los estratos socioeconómicos C y D.
Las estadísticas oficiales del Banco Central de Reserva del Perú (BCRP) indican que el Perú recibió un flujo de remesas de emigrados ascendente a 4,446 millones de dólares en el 2023, un 19.9% más que el año anterior; y alrededor del 40% del total de ellas provinieron de compatriotas radicados en los Estados Unidos. Aún más, recientemente el BCRP resaltó que en el primer trimestre del 2024 aumentó el flujo total de remesas hacia nuestro país con respecto al mismo período del año pasado, atribuido a la recuperación del empleo en Estados Unidos, donde se concentra la mayor cantidad de migrantes peruanos.
Según la misma fuente oficial, las remesas que provienen de Estados Unidos, España, Argentina, Italia y Chile, representaron el año pasado el 1.7% del producto bruto interno peruano (PBI). A nivel macroeconómico las remesas ayudan a mantener un superávit en la balanza de pagos; en lo microeconómico, representan una sustancial fuente de mejora de los ingresos de los hogares principalmente pobres en nuestro país, y en muchos casos proveen capital semilla para el despliegue de microemprendimientos.
Ante esta inminente crisis socioeconómica y humanitaria, cuyos efectos serán multidimensionales y devastadores, es indispensable que de inmediato el Gobierno peruano formule una estrategia para enfrentarla. Complementando las gestiones diplomáticas que el Perú deberá realizar, que aunque -valga insistir- serán desatendidas por las autoridades de Estados Unidos, se requiere crear mecanismos de asistencia legal y psicológica a los peruanos pasibles de persecución y deportación en los Estados Unidos, y de acogida y reinserción laboral cuando ésta haya acontecido. Con gran celeridad, los consulados peruanos en Estados Unidos debieran procurar establecer convenios con clínicas jurídicas universitarias y con otras entidades que proveen asistencia legal gratuita para asegurar oportuno apoyo a nuestros compatriotas en riesgo. Paralelamente, la urgente ejecución de un programa de acogida y reinserción laboral dentro del Perú deberá abordar las variadas dimensiones inherentes al fenómeno de la deportación súbita, incluyendo el apoyo en salud mental, el registro ante el Seguro Integral de Salud, la creación de una plataforma en internet para contactar a los deportados con potenciales empleadores, la atención de necesidades inmediatas de vivienda y subsistencia, y eventualmente el otorgamiento de un subsidio temporal, entre otras.
Regresando al frente diplomático, no existe otra opción con algún potencial de eficacia que la de concertar una estrategia y acciones comunes con el resto de los países latinoamericanos, y en especial con México, cuyo rol en este ámbito tiene especial gravitación, a efectos de alcanzar cierto poder de negociación frente al Gobierno de Estados Unidos para amenguar la persecución y deportación masiva de migrantes en situación irregular. La importancia de México en esta materia es fundamental, por compartir alrededor de 3,000 kilómetros de frontera con los Estados Unidos, que constituye la ruta preponderante para el tránsito de migrantes en situación irregular y también por ser públicamente culpabilizado por Donald Trump: “Le voy a informar [a la presidente de México] desde el día uno, o incluso antes, que si ellos no frenan esta embestida de criminales y drogas que ingresan a nuestro país, de inmediato impondré un arancel del 25% sobre todo lo que envían a Estados Unidos”, dijo en un mitin en Carolina del Norte.
Esta indispensable concertación latinoamericana implica para el Perú restañar heridas con México y Colombia, entre otros países de la región, dejando de lado ofensas y reacciones diplomáticas destempladas. Esto se justifica largamente por objetivo de proteger a nuestros millones de ciudadanos en situación migratoria irregular dentro de los Estados Unidos y a sus familias receptoras de remesas en nuestros países, evitando que la maldad populista de Trump arruine sus vidas, rompa sus lazos familiares y los condene a un futuro de desarraigo y pauperización.
Es posible que el presidente Trump tenga que revertir en el mediano plazo su malvada y contraproducente política de persecución y deportación masiva de migrantes en situación irregular, pues la gravitación de ellos dentro de la economía y el mercado laboral estadounidense es significativa. El Premio Nóbel de Economía Paul Krugman ha señalado que “Trump, con deportaciones masivas, degradaría la capacidad productiva, aumentaría los déficits y —sí— haría que la inflación volviera a dispararse, cumpliendo una sombría promesa sobre una política migratoria punitiva mientras que incumpliría una sobre brindar alivio a los consumidores estadounidenses”. Fundamenta su afirmación en que en los Estados Unidos actualmente más del 20% de los trabajadores en el sector construcción son migrantes en situación irregular, al igual que alrededor del 37% de los trabajadores agrícolas, y entre el 30% y el 50% de quienes laboran en empresas de empaque de carne. “Si se deporta a estos trabajadores, la industria alimentaria probablemente tendrá grandes dificultades para reemplazarlos. Incluso en el mejor de los casos, la industria tendrá que ofrecer salarios mucho más altos y, por supuesto, estos salarios más altos se traducirán en precios más altos”, sostiene Krugman, y agrega que éstos son irremplazables: “Sencillamente no hay una suficiente cantidad de estadounidenses nativos desocupados pero empleables a los que se pueda poner a trabajar”.
No obstante, en el corto plazo y hasta que la sensatez recupere vigencia, la contraproducente e inhumana política de persecución y deportación masiva de migrantes en situación irregular que Donald Trump ha prometido implementar les causará a éstos inmensos e irreparables daños.
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