Vamos a una librería, estamos en una biblioteca o visitamos un sitio web especializado en investigación y difusión del saber. Entramos a un universo que tiene consistencia propia, donde la palabra, el número y el símbolo son sus elementos constitutivos. Una vez inmersos en el ámbito de los párrafos reflexionados y contrastados bibliográficamente, de operaciones numérico simbólicas razonadas o de experiencias probadas, iniciamos un diálogo con sus autores. En esa plática imaginaria, podemos estar en una situación de aprendices. Pero también de contertulios. Dependerá del bagaje de nuestros saberes previos descubrir las potencialidades espirituales de esta conversación.
Casi en todos los casos, cuando nos encontramos ante un libro o un artículo de investigación, no hemos entablado ningún vínculo personal con su autor. Nos encontramos ante el producto final de su oficio intelectual. Todo lo demás permanece oculto. Desconocemos los eventos que ha habido detrás de su escritura. Por ejemplo, bajo qué presiones externas o internas ha escrito el texto, las dificultades personales que debió sortear, el modo cómo surgieron determinadas ideas o problemas; quizás en medio de faenas domésticas; de pronto, andando por la calle, conversando con alguien en situaciones cotidianas o comprando algo trivial. Por ello, la producción acabada del pensamiento y de las ciencias oculta la escritura de su autor.
Si somos conscientes de este proceso creativo, podremos tener una valoración positiva de esta labor y la consideraremos importante para nuestra comunidad. Estaremos convencidos del esfuerzo y del rigor intelectual que cada autor le pone a su quehacer y obra. Sin embargo, si desconocemos lo que acontece detrás del ejercicio reflexivo y científico, difícilmente seremos conscientes de este proceso. Incluso, nos veremos tentados a menospreciar esta práctica porque la consideramos fácil e inútil ¡Cuántas veces hemos oído frases de menosprecio a la labor de los piensan, investigan y reflexionan!
Si se supiera la cantidad de trabajo efectivo que hay detrás de un libro o de un artículo. Pero no sólo de compromiso, también de formación previa y maduración serena. Muchas veces el texto expuesto al público es el resultado de décadas de décadas de lecturas, de conversaciones, de cimentaciones conceptuales o de experiencias una y otra vez corregidas y demostradas. Sólo recordemos lo que tardaron Kant en concebir su “Crítica a la razón pura”, Darwin desde el viaje en el “Beagle” hasta la publicación de su “Origen de las especies” o Gadamer en culminar su monumental “Verdad y método”. Estamos hablando de espacios de tiempo de veinte o treinta años. Lo que implica un tesón y una pasión difíciles de concebir si no estamos sensibilizados en valorar este tipo de esfuerzos. Gracias a estos empeños de largo aliento el mundo se ha movido más de lo creemos y son las evidencias más concretas del poder de las ideas.
Finalmente, el autor de un libro o de un artículo no sabrá cuál será el destino final de su labor. Quizás la acogida en vida o una mejor fortuna después de su muerte. También cabe la posibilidad del silencio y del olvido. En realidad, la recepción de una obra siempre es un misterio. Pero más allá del derrotero de un texto, en la producción de las ideas hay un goce que es difícil de explicar plenamente.
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