Desde hace un tiempo, muchos publicistas de lo político consideran que nos encontramos en una “guerra cultural” en diversas partes del mundo. En esta supuesta guerra de creencias, se enfrentarían aquellos que defienden valores familiares, derechos absolutos a la propiedad privada, prácticas religiosas tradicionales y la menor intervención estatal posible, contra quienes ponderan el máximo de libertades ciudadanas, la financiación estatal de los derechos sociales, la libre opción de género, la distribución de la riqueza, la defensa de las minorías y la necesidad de un orden global social y liberal al mismo tiempo. En suma, una presunta guerra entre la constelación “conservadora” y la constelación “progresista”, lo que en términos tradicionales se trataría de una conflagración entre las “derechas” y las “izquierdas”.
Este maniqueísmo resulta ser bastante rudimentario. Pues no toma en cuenta las claras diferencias entre las distintas perspectivas políticas. Así, la mayoría de los actuales “conservadores” y “paleolibertarios”, suelen ubicar a socioliberales, socialdemócratas, socialistas, nacionalistas y comunistas en el mismo saco. Y muchos de los actuales “progresistas”, reúnen a liberales, conservadores, nacionalistas y fascistas, en el mismo espacio. Por ello, con una simpleza pasmosa, adjetivan como “facho”, “terruco”, “caviar”, etc., a aquello que suele representar lo que se desprecia o, quizás, lo que no se conoce.
Estos reduccionismos esconden una enorme ignorancia sobre la complejidad de los grupos sociales al interior de una sociedad y evidencian, clamorosamente, la ausencia de una educación básica en política, en filosofía e historia. Asimismo, esta rusticidad lleva a creer que los enrevesados problemas de un país se pueden solucionar con un grupo de medidas simples. De ahí que, una vez llegados al poder, se crea que gobernar una sociedad – quizás el sistema más complejo-, es una tarea sencilla. Y que con ingenuidad (o tozudez), cualquier decisión tomada no entrará en colisión con la pluralidad real.
La teoría errada de que las percepciones sustituyen a la búsqueda de la verdad y que nos encontramos en una “guerra cultural” entre las interpretaciones de “conservadores” y “progresistas”, empieza a ser cuestionada por la realidad, con toda su crudeza. Así, las pandemias son reales. Las guerras son reales. Las recesiones económicas son reales. El cambio climático es real. La pobreza es real. El hambre es real. La mala educación es real. La ignorancia es real. La ausencia de seguridad es real. La corrupción es real. En suma, la lista de dificultades que se pueden observar y vivir son reales. De este modo, los malestares de una sociedad no son “construcciones” que se pueden contravenir por la “posverdad” o por un decreto. Si hay algo que nos está enseñando esta época es que la realidad existe y que debemos buscar el mejor camino para acceder a la verdad de la misma. Para llegar al bien, la política necesita de la verdad. No quedarse en la percepción.
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