Es un lugar común, entre los que optaron por estudiar el amplio espectro de las ciencias teóricas, escuchar testimonios sobre la perplejidad que causaron a sus allegados cuando comunicaron su intención de estudiar profesiones como Física, Matemática, Historia o Filosofía. Sorpresa reactiva que se transforma en un evidente cuestionamiento: “¿de qué vas a vivir?”. O, peor aún, en la severa y cáustica sentencia: “¡Te vas a morir de hambre!”.
A simple vista, es evidente que el que opta por estudiar Literatura o Sociología, puede eventualmente tener opciones menos conocidas de acción laboral y, por lo tanto, más difíciles de encontrar. Sin embargo, después un tiempo de ensayo y error, quien desarrolla una labor intelectual, logra ingresar al mundo trabajo, sobre todo en los ámbitos de la docencia universitaria, de la investigación o de la consultoría (pública o privada) de amplia o baja escala. Así, en términos integrales, no llega a cumplir el lúgubre vaticinio “te vas a morir de hambre”. Pero hay que asumir que la necesidad de ganarse la vida va liquidando la pasión por conocer.
Más allá de limitadas opciones laborales, el ecosistema social y cultural peruano no ofrece condiciones adecuadas para la valoración del ejercicio intelectual. Sabemos que esta situación es extensiva en gran parte de los países de América Latina y que se constituye en una característica regional que, poco a poco, tiene un efecto cada vez más pernicioso: la destrucción del conocimiento crítico.
La fragilidad del oficio intelectual tiene, entre otras, una explicación desde la sociología del conocimiento. El grupo que recepciona la producción de ideas es casi inexistente en nuestro medio, porque en países como el Perú no se ha formado una clase media ilustrada relativamente consistente. Al contrario, nuestras mesocracias, suelen tener intereses bastante primarios y no han podido incorporar el conocimiento general a la esfera de sus preocupaciones. La fragilidad intelectual, cultural y académica de esta mesocracia, hace que el ejercicio del pensamiento tenga esa misma fragilidad. Sin lectores no hay libros. O, peor aún, sin una población que considere relevante la función de los intelectuales, el ejercicio del pensar es casi una excentricidad.
Mientras los diversos sectores sociales permanezcan en la indiferencia generalizada hacia el “mundo de las ideas”, difícilmente se podrá consolidar una clase dirigente que vincule el ejercicio del poder al conocimiento. Por ello, mientras más frágiles sean las condiciones para la indagación intelectual, menor será la producción de conocimientos en la dimensión teórica. Sin físicos, sin matemáticos, sin filósofos, sin historiadores, sin antropólogos, sin lingüistas, sin literatos, entre otros, la esfera de los saberes complejos se diluye. Y la sociedad, como conjunto, deja de pensarse a sí misma. La muerte cerebral es el inicio de la muerte integral, no lo olvidemos.
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