Una madre pobrísima acaba de dar a luz y sostiene a su pequeño con cuidadosa ternura. Un médico, en medio de las peores limitaciones materiales, se desvive por atender a sus atribulados pacientes. Un joven deja de estudiar un tiempo para ponerse a trabajar a fin de solventar la enfermedad de su hermana menor. Una profesora se queda hasta altas horas de la noche preparando sus clases con esfuerzo, a fin de que sus alumnos estén dispuestos a aprender mejor un tema algo confuso. Así, millones de millones de congéneres nuestros están haciendo lo mejor que pueden por su prójimo y, de “taquito”, están sosteniendo el mundo humano. El bien existe, hay que descubrirlo.
Ciertamente, junto a estas situaciones concretas en donde se actúa en función del bien del otro, encontramos circunstancias en las cuales, por decisiones personales, mentimos, robamos, violentamos, etc. Todo ello nos lleva a asumir que tanto el mal como el bien tienen una condición objetiva más allá de su valoración subjetiva. Pues basta que alguna acción nuestra tenga una repercusión positiva o negativa en un congénere para que descubramos que el bien y el mal poseen una existencia concreta.
Que nuestro mundo se sostiene por el bien es algo que se puede reconocer con relativa facilidad si estamos dispuestos a mirar la vida con mayor equilibrio y serenidad. Recordemos la narración bíblica sobre la destrucción de Sodoma y Gomorra y el enorme poder simbólico que posee. En medio de la “negociación” que Abraham establece con Dios, el buen patriarca le implora que si hubiera diez justos en Sodoma se perdonase a toda la ciudad. Es interesante la posición de Abraham, tan comprensivamente humana, suplicando por todos, incluso por la salvación de los malvados, en virtud del “amor a esos diez justos”. Dios acepta y le promete al nacido en Ur que esos diez buenos salvarían a todos. Lamentablemente no se encontró aquel decenio y la urbe fue destruida. Ocurre que, si el mal se expandiese sin límites, sin la contención de los justos, la consecuencia es la aniquilación de todos. Pues el mal tiene una propiedad única e ineludible: solo destruye y termina autoliquidándose.
En la ópera de Gyorgy Ligeti (1923-2006), El gran macabro (1978), la absurdidad del mal es representada por una serie de personajes a cada cual más inútilmente malvado y, por lo tanto, estéril. El mal concebido por Ligeti se muestra tan torpe que lo único seguro es el apocalipsis. Como expresa el amorfo Nekrotzar: “No cesaré hasta que todo no haya exhalado su último aliento”. Así, los esperpénticos personajes de esta obra, “Spermando”, “Astradamors”, “Clitoria”, “Principe Go Go”, y el mismo “Nekrotzar”, etc., se presentan como un muestrario de la inutilidad y de la “banalidad del mal”.
La narración bíblica comentada y el argumento operístico descrito nos permiten recrear un mundo disuelto en la muerte debido a la ausencia del bien. Por fortuna, ese escenario macabro no está presente porque cientos de millones de seres humanos están ahí, actuando desde la bondad y la justicia, sosteniendo este mundo y garantizando, cada día, la continuidad de nuestra especie. De modo que, cuando veamos en las señales de la vida diaria la persistencia del bien, recordemos que gracias a estos actos todos seguimos de pie.
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