Hay dos acepciones de la palabra “cultura” que son comúnmente utilizadas. La primera, acaso la más recurrente, se ha generalizado desde la ciencias sociales. Esta considera que “cultura” es todo lo que el ser humano produce, bajo ciertas condiciones sociales e históricas. Así, las diversas instituciones, las costumbres, los valores de cualquier tipo, los saberes, entre otros, son parte de la cultura en la cual han surgido. En esta visión, hay elementos identitarios y, también, componentes que pueden encontrar sus símiles en otras culturas. La consecuencia de esta perspectiva, es que no hay humano sin “cultura”.
La segunda acepción de “cultura” es menos aceptada actualmente y proviene de la tradición humanística clásica. En esta definición, la palabra “cultura” se identifica con el cultivo de diversas prácticas educativas. Así, se cultiva el saber, las artes, las letras, la sensibilidad, la moral, entre otros. Los sujetos adquieren una “cultura” que los diferencia del resto y se evidencian dos grupos claramente caracterizados: los poseedores de esa “cultura” educada y los que estaban al margen de la misma.
Las dos visiones de “cultura” tenían sus detractores. Unos consideraban “populista” a la primera (si todo es cultura, nada es cultura) y, los contrarios, adjetivaban a la otra de “elitista” (los “cultos”, frente a los “incultos”). Pero esta divergencia tiene su historia.
Siguiendo a la tradición humanista clásica, pero cuestionándola por su elitismo, los pensadores de la Ilustración (siglo XVIII) plantearon la necesidad de generalizar la “cultura”. Es decir, aquello que era posesión de una élite socioeconómica, hacerla de dominio público. Se trataba de “cultivar” a la mayoría en la medida que la condición ciudadana se enriquecía con la “cultura” adquirida.
Posteriormente, a lo largo de los siglos XIX y XX, los estados monárquicos y republicanos, descubrieron que la formación cultural podría forjar un sentido de pertenencia nacional, ocasionando una identidad característica que las diferenciara del resto. Así, la “cultura” se transformó en una política de estado, sujeta a las variaciones históricas e ideológicas de cada nación.
Sin embargo, los críticos del uso político de la “cultura”, consideraron que se imponía una visión de la misma sobre la evidente diversidad. Tal cuestionamiento, llevó a revalorizar las prácticas culturales que no estaban sometidas al canon cultural dominante y a cuestionar la acepción clásica de “cultura”. Ya en las últimas décadas, la generalización del uso de herramientas de comunicación y los cambios en la estructura de la economía y sociedad global, han hecho visible la inconmensurable heterogeneidad de las prácticas culturales.
Dado este proceso, ¿por qué es importante pensar la política cultural en el Perú, antes de asumir la gestión cultural? Para responder esta pregunta, nos serán útiles las dos acepciones de “cultura” descritas. Somos una cultura antigua, a la que se le han adscrito otras en el tiempo. Como todo país, integrante periférico de la civilización global, arriban indiscriminadamente los productos de otros contextos culturales, ocasionándonos efectos desiguales. Sin embargo, la asimilación enriquecida es posible si educamos nuestra forma de apropiación y los modos de percepción cultural. Hacer del mosaico inconexo la suma sinfónica de elementos articulados.
La razón de ser del estado es crear las condiciones para el bien común. Por ello, la política cultural adquiere su pleno sentido si les permite a nuestros ciudadanos ampliar su visión del mundo, accediendo a la vasta producción de la cultura humana y a la nuestra.
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