En una sinfonía, las secciones de instrumentos de una orquesta se encuentran al servicio de los temas musicales que transcurren a lo largo de los movimientos. A diferencia del concierto, donde el solista virtuoso subordina a los demás elementos orquestales, la sinfonía evidencia la colaboración integral de todos, en función de las unidades temáticas.
La forma sinfónica tuvo origen en el periodo clásico de la música académica, en la segundad mitad del siglo XVIII, y se desarrolló ampliamente a lo largo del periodo romántico y postromántico en los siglos XIX e inicios del XX. En esa larga experiencia, se reconocen las composiciones sinfónicas de Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms, Dvorak, Bruckner, Mahler, Strauss, entre otros grandes creadores.
Más allá de la experiencia estética que se vive al oír una sinfonía de cualquier repertorio, podemos descubrir la profundidad espiritual que hay detrás del ejercicio sinfónico. Cada parte colabora solidariamente a favor de algo mayor: la concordia unitaria que proviene del diálogo de las diversidades. En el caso de las sinfonías, las particularidades no se excluyen, no se repelen; cada una se reconoce (y es reconocida) como necesaria para ese todo sonoro que resuena al unísono en diversos pasajes de la obra.
Por todo ello, la verdad es sinfónica porque todos estamos en condiciones de colaborar, solidariamente, para el encuentro emancipador que implica estar frente a ella. Estar delante del “esplendor de la verdad” (Juan Pablo II), nos prepara para liberarnos de la superficialidad y del prejuicio, a fin de conocer la realidad en su prodigiosa complejidad. Arrancarle el velo a la oscuridad del mundo, nos permite ubicar las raíces de aquello que nos aflige como comunidad humana y como sociedad específica.
Pero esta disposición sinfónica hacia la verdad implica asumir (particularmente) quiénes somos dentro del conjunto social. También, no llama a reconocer que no todos piensan del mismo modo ni todos poseen las mismas creencias y conocimientos. Pero no se trata de situarse, cada uno, en una tolerancia relativista sin un marco común de convivencia y de diálogo. Al contrario, nos obliga moralmente a aprender a ceder, a evitar los puntos de discordia y centrase en lo realmente importante. Incluso, nos exige a considerar que a veces el otro puede poseer mejores razones que las nuestras.
Parecería ingenuo que, en tiempos de creciente tensión entre grupos humanos, por razones culturales, de género, religiosas, lingüísticas, étnicas, etc., instemos el sentido sinfónico de la verdad. Si lo hacemos, es porque estamos observando cómo el odio está ganando espacios más amplios al interior de las relaciones humanas de diverso tipo.
Así, la verdad sinfónica es solidaria, se descubre colectivamente y nos permite enfrentar la realidad en toda su crudeza, más aún cuando el colapso social de muchas naciones pueda ser inminente. Hay problemas reales que todos sufriremos en mayor o en menor medida en un breve plazo y que debemos resolver como sociedades. Por consideración al futuro de la humanidad, de nuestros países, cedamos en lo secundario y centrémonos en los esencial. Es el momento de los equilibrios, de las mesuras, de la armonía entre las partes, como en las bellas y logradas sinfonías de Mozart, de Schubert o de Brahms. Las metáforas provenientes de las artes nos pueden servir de gran ayuda.
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