En la historia perversa de la vida universitaria del Perú, hay dos víctimas silenciosas: los profesores universitarios y el conocimiento. Ambos elementos en estrecha relación. El catedrático, expuesto a una precariedad laboral extrema, donde la urgencia por ganarse la vida dignamente le obliga a llenarse de horas de dictado en diferentes casas de estudio, sin la menor garantía de que esos ingresos se mantengan en el tiempo. Esta carga horaria que no toma en cuenta la elaboración de clases ni la evaluación de los alumnos, multiplica la labor docente de forma exponencial. ¿Qué tiempo le queda para investigar, a fin de profundizar en su ciencia o en su tekné?
La otra víctima silenciosa es el saber teórico y aplicado. Si se reduce al profesor universitario a la condición de “dictante clase”, ¿en qué momento tendrá tiempo para producir conocimiento? ¿Cómo se espera que el maestro universitario pueda crear saber si su esfuerzo está orientado a ganarse la vida acumulando y acumulando horas de enseñanza? He ahí una de las razones (no la única) porque la universidad peruana se encuentra particularmente rezagada respecto de otras experiencias universitarias de Latinoamérica y del mundo. Es casi imposible formular conocimientos nuevos si no hay condiciones materiales e institucionales para dicha formulación.
De ahí que sea una insensatez pretender que el profesor universitario pueda investigar con tranquilidad bajo esas condiciones de explotación. La indagación académica requiere de un ecosistema que le sea propicio: tiempo para investigar, contactos académicos a nivel local e internacional, participación en simposios y congresos, acceso a revistas, posibilidades para escribir y publicar. Todo ello le permite al catedrático evaluar su propio desempeño intelectual y contrastarlo con otras experiencias. Ciertamente, si un profesor universitario tiene el tiempo y el espacio para producir saberes, su incidencia positiva en el aula será mucho mayor.
Pero los “apóstoles” de la universidad empresa, insisten -con ingenuidad- que, bajo la presión explotadora, el profesor universitario está en condiciones de producir conocimiento. O que, atiborrando las aulas de alumnos, la calidad de la institución universitaria es posible bajo determinadas técnicas pedagógicas, bastante elementales. Bajo premisas antiacadémicas, desconocen la seriedad y profundidad de lo que está en juego en la universidad. Estos “apóstoles” no se dan cuenta que, en la vida universitaria, en términos transversales, se define el futuro de un país.
La institución universitaria peruana, en su gran mayoría, no está dirigida por un cuerpo académico de científicos y de humanistas. Más bien es conducida por profesionales con algunos niveles de instrucción, pero carentes de una visión intelectual de la universidad. Esa limitación no les permite asumir la gravedad de la situación de los egresados de la peor secundaria del hemisferio occidental. Tampoco les permite entender que solo un claustro de docentes, formado en una perspectiva amplia y compleja del saber, eleva la condición académica de los estudiantes. Asimismo, esa enorme limitación formativa, les lleva a considerar al catedrático como un operario, que debe ser explotado en términos de rendimiento económico. Mientras esta situación persista la “muerte académica” de nuestro país seguirá siendo un tópico común.
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