Cuando observamos pensativamente cualquier país, incluso el nuestro, lo primero que se deduce es un concepto: complejidad. Esta complejidad no es un cliché que se esgrime al momento de descubrirnos incapaces para abordar dicha realidad social, cultural, política e histórica. Por el contrario, señalar esta complejidad, es tomar en cuenta los multiversos que conforman una entidad plural y polidimensional como un país. Este concepto, “complejidad”, nos obliga a entablar un diálogo serio con esa realidad, tratando de ubicar los elementos entrecruzados y sobrepuestos que conforman la trama de un país.
A lo largo de este último siglo medio, las sociedades se han hecho cada vez más complejas y diversas, haciendo imposible que dichas realidades puedan ser asumidas desde visiones particulares o reductivas. Sin duda, esta complejidad se ha pronunciado en los últimos treinta o cuarenta años por la tercera y cuarta revolución industrial y por la globalización financiera, comercial y tecnológica. De ahí que los conocimientos vinculados al estudio y al ejercicio del poder tengan que tomar en cuenta la complejidad de las tramas que conforman una realidad social.
Conforme la complejidad de nuestra sociedad ha ido creciendo, los últimos gobiernos han ido reduciendo sus marcos de conocimiento y comprensión del mismo. Esto ha sido especialmente clamoroso desde el 2016. Por ejemplo, el gobierno presidido por el economista Pedro Pablo Kuczynski, centraba su acercamiento gubernamental desde una perspectiva tecnocrático empresarial y fundamentalmente capitalina. Considerar que una realidad compleja podría ser gobernada como si tratase de empresa privada (desde un consejo corporativo) evidenciaba las graves limitaciones de su enfoque de gobierno. Modificando los contenidos semánticos, el gobierno que inicia, eventualmente podría experimentar similares limitaciones, pero, en este caso, porque organiza su perspectiva de gobierno básicamente desde la lógica de la agenda gremial-sindical y sus elementos concomitantes. Es evidente que todo sujeto está condicionado por el horizonte de sus conocimientos y es claro que los gobernantes, antes de ser autoridades, son personas como cualquier otra. En ese sentido, no se puede evitar que alguien se encuentre preformado por su lenguaje, las referencias del mismo y sus limitaciones.
Por otra parte, la actividad gubernamental – en otras regiones del globo- ha ido aprendiendo a reconocer la vasta multiplicidad de agentes que conforman un país y los indeterminados núcleos de información que generan cada uno de esos agentes, todos ellos en redes de interdependencia, tanto locales como internacionales. La extensión de dichos procesos es de tal magnitud, que los gobiernos de las naciones más desarrolladas se apoyan en el saber generado por sus sistemas del conocimiento, aceptando mutabilidad y pluralidad de mundos que se forman en una sociedad de manera incesante. De ahí que es lógico que el gobernante contemporáneo deba aprender a reconocer mundos ajenos al suyo, con lógicas difusas a su entender, pero que existen y poseen una consistencia propia.
Dada esta complejidad, que no cesa de crecer, el gobernante debe situarse lejos de sí mismo para poder obtener una visión más amplia de su sociedad, sabiendo que no se puede anular una parte de la realidad por ignorancia o por consideraciones ideológicas. Dada la magnitud de los retos que tenemos que enfrentar como país, es fundamental superar el paradigma ensimismado, fragmentado, del poder gubernamental. Entender que, en una sociedad de más treinta y tres millones de ciudadanos, agrupados y diferenciados por cuestiones sociales, económicas, históricas, educativas, culturales, religiosas, etc., se están formando muchísimos intereses en simultáneo, muchos de ellos en redes de interdependencia. Y que anular u obviar algunos de ellos, puede seguir teniendo resultados desastrosos para el conjunto.
Comparte esta noticia