
En su obra Pensar la muerte, Vladimir Jankélévitch (1903-1985) exploró la compleja relación entre la vida y la muerte, no como extremos opuestos, sino como un continuo dialéctico. El filósofo francés argumentó que, a pesar de que las personas reservan soberbiamente la muerte para los demás, esta es la "enfermedad de los sanos" y la condición misma de la existencia. La muerte, como un misterio a plena luz del día, se vive y se piensa con un aplazamiento perpetuo, una trampa que nos permite seguir viviendo. Este engaño es fundamental, como lo ilustran las palabras de Jacques Madaule: “Sé que moriré, pero no lo creo”. Para Jankélévitch, el hombre no está hecho para conocer la fecha de su muerte, sino para entreverla, lo que mantiene abierta la puerta a la esperanza y permite que la vida, aunque finita, tenga sentido. La finitud de la vida es lo que le da fervor, ardor e intensidad.
Desde otra perspectiva, el científico Erwin Schrödinger (1887-1961), en ¿Qué es la Vida?, abordó el diálogo entre la vida y la muerte desde la perspectiva de la física teórica y la biología. Propuso que la vida es una manifestación de orden extraído del desorden del entorno, alimentándose de "entropía negativa" para eludir la degradación hacia el equilibrio termodinámico. Este proceso de extraer orden es la base de la existencia biológica, que se mantiene gracias a una estructura altamente organizada. La herencia, por ejemplo, está codificada en "cristales aperiódicos" de los cromosomas, que son a la vez el texto cifrado y los instrumentos que ejecutan el desarrollo del organismo. Sin embargo, esta maravillosa regularidad, que opera con leyes estadísticas, se ve constantemente perturbada por el movimiento térmico de los átomos, lo que hace que los acontecimientos que involucran un número reducido de átomos sean impredecibles. La vida, entonces, existe en un delicado equilibrio, un "milagro" que se mantiene gracias a una organización que contrarresta la tendencia natural hacia el caos.
Ambos autores convergieron en la idea de que la vida y la muerte no son conceptos separados, sino que la una es la condición necesaria de la otra. Jankélévitch señaló que la muerte, al ser un "no" que pone fin a nuestra existencia, otorga un "sí" a la vida, dándole su valor y significado. El hombre, al tener conciencia de su propia muerte, adquiere una existencia privilegiada que el universo, en su impersonalidad, no posee. Por otro lado, Schrödinger mostró cómo la vida, a nivel físico, lucha continuamente contra la muerte, extrayendo orden para evitar la aniquilación del equilibrio. Sin esta tendencia inherente a la entropía (desorden) y la muerte, la vida, tal como la conocemos, no podría existir. El fin último de un ser viviente es el desenlace de esta lucha, en la cual el organismo eventualmente se rinde a la segunda ley de la termodinámica.
La vida y la muerte son un tema recurrente en la reflexión humana, ya sea desde la perspectiva religiosa, filosófica, artística, o científica. El pensamiento de Jankélévitch y Schrödinger, aunque desde disciplinas distintas, ilumina una verdad fundamental: la muerte es un horizonte inevitable que define y da forma a la vida. La conciencia de la propia finitud, por angustiante que sea, es la que impele al hombre a vivir con fervor y a buscar sentido en una duración que, en sí misma, no lo tiene. Al final, no se trata de dominar la muerte, sino de comprender que nuestra existencia, aunque efímera, es un hecho inalienable e imperecedero: "Aquel que ha sido no puede más en adelante no haber sido".
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