Si nos atenemos a una definición de universidad a partir de sus fines, la universidad se define porque ahí se crean conocimientos teóricos y aplicados y porque se ofrece una formación profesional y universitaria a los ciudadanos de una república. La producción de saberes queda plenamente establecida en las políticas de investigación que las universidades están llamadas a instaurar y en la obligatoriedad que tienen los alumnos universitarios de aprobar, al terminar el grado o los posgrados, la respectiva tesis universitaria, producto de la investigación científica personal y a partir de la compilación de conocimientos generales y específicos, aprendidos en la variedad de asignaturas, en un tiempo determinado.
Como vemos, los fines de la universidad (de gestión pública o privada) son serios y profundos. Exigen un nivel de responsabilidad muy alto por quienes las dirigen. Porque lo que está en juego, no es solo el futuro concreto de un ciudadano de la república. También lo está la formación del saber de un país. Por ello, hay componente social y ético-político, que direcciona a la institución universitaria en su conjunto hacia el bien común.
La experiencia de Telesup (como varias universidades privadas) evidencia la inversión de los fines universitarios. Es decir, en términos morales, se trata de una clara perversión de los fines. ¿Cuándo se pervierten estos fines? Cuando reducimos a la universidad a un negocio, cuya única razón de ser es la utilidad crematística. En efecto, una vez asumida la universidad como una unidad productiva de dinero, todos los estamentos del conjunto académico se alinean para ese fin lucrativo. Los estudiantes son reducidos a meros clientes que lograrán diversos niveles de satisfacción del servicio según la pensión que abonan (si pagan mucho, servicios suntuosos, si pagan poco, pobres servicios). Los catedráticos, reducidos a ser operarios por horas o de tiempo completo (en un sistema de explotación y de desecho laboral que algún día deberá ser estudiado y denunciado). La comunidad de catedráticos e investigadores, convertida en un grupo de empleados sin representación, ni de empoderamiento académico. Y, como telón de fondo, un sistema de mercadeo publicitario que vende a la universidad negocio –compulsivamente– a los diversos segmentos socioeconómicos, minusvalorándose la asequible y necesaria formación técnica. Todo ello, con la complicidad del Estado peruano que casi nada hizo por medio siglo para frenar el crecimiento de las empresas universitarias, confabulándose a favor de esta perversión de fines.
Si el “desborde popular” hizo evidente la crisis del Estado y afectó notoriamente la calidad de la universidad pública, las universidades convertidas en negocio, han destruido la institución universitaria en el Perú. Pues la universidad, como organismo social, está al servicio de la república y de sus ciudadanos. Ahí se producen conocimientos teóricos y aplicados, se forman debates científicos y técnicos; se toma partido por ideas, por percepciones, por creencias. Y también se forman profesionales, cuya labor tendrá incidencia en el conjunto social.
La experiencia de Telesup y de otras tantas universidades (legitimadas o no por el Estado y por la ley vigente), nos demuestra que la academia universitaria no puede estar sujeta a la misma lógica de cualquier negocio privado, porque pervierte sus fines. El conocimiento científico (en sus diversas áreas) y las inteligencias bien formadas, son un recurso estratégico que debe ser cautelado de la forma más responsable posible.
Comparte esta noticia