En enero del 2014, la Harvard Business School (HBS) publicó un core reading titulado Competitive Advantage (Ventajas competitivas), siendo los autores los profesores Pankaj Ghemawat (IESE Business School) y Jan W. Rivkin (HBS).
Entre los interesantes conceptos que nos planteó esta lectura estuvo el ranking de los sectores industriales más atractivos para los inversionistas (accionistas) en los Estados Unidos, a través del mencionado Average Equity Spread-AES (diferencial promedio del capital propio), el mismo que lo calculan partiendo del conocido ROE (retorno sobre el patrimonio) y restándole el Cost of Equity (costo de oportunidad del capital invertido por los accionistas, Ke).
Lo interesante de este análisis es observar que los sectores industriales se caracterizan, entre otros rasgos, por mostrar diferentes niveles de AES, lo cual es absolutamente razonable, pues responden a estructuras competitivas más o menos complejas (Modelo de las Seis Fuerzas y la Cadena de Valor, por ejemplo), así como también las acciones involucradas en estos sectores enfrentan diferentes niveles de elasticidad con respecto al denominado riesgo sistémico (beta).
Seguramente otros enfoques preferirán utilizar el criterio del Economic Value Added-EVA (valor económico agregado), propuesto por Joel M. Stern, que en definitiva nos indica que el retorno sobre el capital invertido (ROIC) debería ser mayor que el costo promedio ponderado del capital utilizado (WACC); es decir, considerando tanto el costo de la deuda (pasivo) como el costo de oportunidad del capital invertido por los accionistas (patrimonio).
En este marco de ideas, si el atractivo general de una determinada inversión está en relación con la rentabilidad y la competencia, ¿pueden coexistir la sostenibilidad ambiental y la rentabilidad? El Foro Económico Mundial –entre otras organizaciones– viene promoviendo el concepto de los estándares Environmental, Social, and Governance-ESG, que justamente apunta a responder este cuestionamiento, pues algunos pensamos que debemos pasar de los buenos deseos asumidos por la Corporate Social Responsibility-CSR a dar paso al ESG.
También se sabe que, en su Agenda 2030, las Naciones Unidas han propuesto 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), adoptados en septiembre de 2015, como un llamado universal a la acción para “erradicar la pobreza, proteger el planeta y asegurar la prosperidad para todos” hacia el año 2030.
El propósito de este artículo es promover, en el análisis sobre el desarrollo sostenible, el uso de indicadores “duros” para evaluar la factibilidad de que los inversionistas nacionales y globales puedan identificar efectivas oportunidades de inversión en proyectos relacionados con la denominada “economía verde”, el cambio climático y el desarrollo sostenible. Es decir, si pueden resultar financieramente viables y atractivos para los potenciales inversionistas.
Nuestro país tiene evidentes ventajas comparativas en muchos sectores económicos, tales como la minería, la industria forestal y la energía sostenible. Sin embargo, el debate se viene perdiendo por otras rutas que no necesariamente nos llevarán hacia propuestas concretas para la promoción de la inversión hacia el desarrollo sostenible y el bienestar de los territorios involucrados. Tal es el caso del llamado Acuerdo de Escazú sobre los derechos de acceso a la información y participación pública en asuntos ambientales. Consideramos que es otra de esas propuestas que se ubican en el mundo de los buenos deseos, y estamos observando que las divergencias en el debate nacional vienen superando a las convergencias.
Al capital –nacional y extranjero– no se le atrae con buenos deseos, sino con políticas públicas que contemplen efectivos instrumentos para lograr compatibilizar, en este caso, la rentabilidad empresarial con el desarrollo sostenible.
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