En 1963, se publicó una de las investigaciones más polémicas en la historia de la Psicología. Stanley Milgram, conocido por haber llevado un posgrado de Psicología Social en la Universidad de Harvard, condujo un estudio para explorar el fenómeno de la obediencia a la autoridad, puesto que el fantasma de la Segunda Guerra Mundial, uno de los episodios más cruentos y sádicos de la humanidad, aún seguía rondando por las cabezas de las personas de esa época. Para ello, convocó a 40 hombres bajo la retribución de 4 dólares por hora. Lo que ellos debían hacer, y esta es una de las razones de mayor controversia, era administrarles descargas eléctricas a los aprendices si cometían algún error.
El experimento se desarrolló de acuerdo con tres roles fijos: el profesor, el aprendiz y el experimentador. El profesor (invariablemente, uno de los participantes) debía leerle una lista de pares de palabras al aprendiz, quien, luego, tenía la tarea de elegir la pareja correcta entre cuatro alternativas. Por ejemplo, si en la primera fase el profesor leía el par de palabras «orangután-homínido», en la segunda fase, cuando se le consultaba al aprendiz por la pareja de «orangután», debía decir «homínido». Si no lo hacía, recibía una descarga eléctrica que se iba incrementando a medida que aumentaban los errores. La función del experimentador, por otro lado, era decirle al profesor que el aprendiz padecía un problema cardíaco, mostrarle que se encontraba atado a una silla con electrodos y darle instrucciones sencillas para que continúe el experimento, es decir, para que siga elevando la intensidad de las descargas.
Un dato importante es que tanto el experimentador como el aprendiz eran parte del equipo de la investigación y las descargas eléctricas nunca se realizaron. De hecho, el mismo Milgram fue el experimentador. Solamente les hicieron creer a los participantes, es decir, a los profesores, que las descargas eran letales y que los aprendices padecían de una afección cardíaca.
Lo asombroso del experimento, más allá de la interpretación teórica que se le dio en ese momento, fue que el 65 % de los participantes continuaron hasta llegar al máximo voltaje: 450 voltios. Recordemos que el cuerpo humano resiste un aproximado de 220 a 250 voltios. Todos los demás participantes llegaron hasta los 300 voltios. Esto quiere decir que, en condiciones reales, los aprendices hubieran muerto probablemente.
¿Qué prueba este experimento?
Prueba uno de los mecanismos de desconexión moral propuestos por el psicólogo reconocido Albert Bandura, específicamente, aquel que se denomina «desplazamiento de la responsabilidad». En una columna pasada, les hablé sobre estos mecanismos, que son estrategias o estratagemas que utilizamos, muchas veces sin darnos cuenta, para disminuir nuestro nivel de implicación moral o responsabilidad cuando llevamos a cabo una acción. Una de estos artificios cognitivos se resume en la popular frase «Pero ellos se comportan peor». Aquí, lo que queremos denotar es que nuestra conducta no es tan deshonesta o indecorosa, porque existen actos peores. Así, nos distanciamos de nuestro compromiso ético y evitamos sentir culpa.
En el experimento de Milgram, el mecanismo utilizado se llama, como lo he dicho, «desplazamiento de la responsabilidad», porque las personas que están subordinadas a alguna autoridad, con tal de evitar el castigo simbólico o la punición real, consideran que sus conductas se deben únicamente a las consignas de sus mandos superiores, por lo que desplazan su responsabilidad. Esto se vio en la Segunda Guerra Mundial: muchos soldados realizaron actos atroces y bárbaros que, en otras condiciones, no hubieran llevado a cabo. Y esto se sigue viendo en diversos ámbitos castrenses y policiales.
¿Cómo podemos mejorar nuestro compromiso moral?
Empecemos por decir que la responsabilidad de nuestras acciones siempre, indubitablemente, es nuestra. Solo en casos extremos, en los cuales peligra nuestra vida (por ejemplo, torturas), podemos sostener que elegimos para evitar el sufrimiento. Si esto es así, todas las decisiones que tomamos parten desde nuestra autonomía, aun cuando una autoridad nos dé un mandato. Por ello, debemos tener claridad al respecto: todas nuestras conductas conllevan una consecuencia y los únicos responsables de ese desenlace somos nosotros, nadie más. Si partimos de esta premisa, probablemente tengamos más cuidado al ejercer nuestra libertad.
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