Evolutivamente, tendemos hacia la normalización: hacia la agrupación e integración de ciertas personas de acuerdo con criterios que consideramos «normales» o habituales, y hacia el rechazo y la exclusión de aquellas que rompen la configuración aceptada. La moda es una representación de esta tendencia. Nos vestimos y maquillamos como si formásemos parte de un mismo universo estético, como si un ilustrador de una revista de una gran ciudad nos hubiese dibujado con el mismo ideario. Y digo evolutivamente, porque esta misma estandarización que observamos en nuestra especie la podemos rastrear como una práctica extendida en otros animales. La «metáfora del patito feo» es una realidad cotidiana en la entretela de mamíferos, aves y otras clases del reino Animalia: cuando el espécimen no se confunde con los demás miembros del grupo por no presentar las mismas cualidades visibles, entonces es segregado y abandonado; no pertenece.
Es nuestra especie, mantenemos el mismo mecanismo evolutivo, pero lo llenamos de diferentes materiales. Cada vez con menos ahínco, requerimos de características físicas o fenotipos para «aceptar» a alguien como parte de nuestro círculo. Ahora —cuando hablo de «ahora», me refiero al periodo que conocemos como civilización—, uniformizamos, consciente o inconscientemente, nuestra forma de hablar en sociolectos, nuestra vestimenta en fashion trends, nuestros gustos musicales de acuerdo al número de reproducciones en las plataformas digitales más usadas, nuestros comportamientos bajo el catálogo social e, inclusive, nuestra forma de pensar. Si nos detenemos en este momento y revisamos en nuestras memorias las últimas situaciones sociales en las que hemos participado, es probable que reparemos en esta homogeneidad.
Pero este no es un mecanismo inofensivo: ejerce presión, como una apisonadora, sobre quiénes serían presentados como la desviación estándar en una distribución estadística «normal», es decir, sobre quienes se sitúan en los extramuros de la habitualidad y directamente no encajan con el tropel. Si lo queremos poner en otras palabras, genera una gran e innecesaria cantidad de estrés en las personas que no se hallan en los modismos culturales de la época, en las personas que no son consideradas «normales». Aunque esta presión no produce directamente un riesgo de desamparo físico en quienes no se logran homologar, como sí sucede en las demás especies animales porque dependen inexorablemente de la manada para su supervivencia, conlleva un desamparo socioemocional signado por el rechazo.
El cerebro, debido a que asocia evolutivamente el rechazo con la posibilidad de morir en un ambiente hostil que requiere de la unión de los miembros congéneres, le teme insufriblemente al ostracismo y al destierro social; el rechazo le supone una amenaza a su integridad. Como respuesta, se defiende y lo hace activando nuestra respuesta de afrontamiento por excelencia: el estrés. Al sentir la primera bocanada de rechazos, gatilla nuestro cuerpo y nuestros órganos como si fueran armas al servicio de nuestra defensa. Tal como si nos encontrásemos frente a un peligro real, nos disponemos a hacerle frente con todo lo que eso acarrea: el estado emocional de angustia, la tensión muscular, la desregulación de los demás sistemas del cuerpo, las repentinas cefaleas, la dificultad para concentrarnos y el perenne estado de alerta. Esto es aún peor si el rechazo es ad infinitum: el estrés se cronifica.
Si bien la «normalización» es una estrategia evolutiva que nos persigue subrepticia, como un átomo ignífero en la espera latente de ser encendido, podemos detener su avance si la hacemos visible, si la apuntamos con el dedo. Hablar de sus dinámicas, de sus afectaciones y de sus perversiones, como lo hizo tan preclaramente Michel Foucault, psicólogo y filósofo francés, nos puede ayudar a entorpecerla. Aun cuando es necesaria en ciertos dominios, como la ética, pues es menester esencial consensuar un código de conducta que se normalice para todas y para todos, engendra malestar si se pretende extrapolar a todos los confines de la vida. Puede que a nosotras y a nosotros no nos toque directamente, puede que seamos ese grupo privilegiado que, sin esfuerzo alguno, hemos caído en lado de la «normalidad», pero que eso no nos ciegue: hay personas que, por diversos factores, están padeciendo la ruindad emocional que deja, como estela, el rechazo y la presunta «normalidad».
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