En la sociedad peruana en la que moramos, existe un trecho muy corto entre la emoción y la acción, entre el sentir y el hacer. Somos incapaces, por ahora, de situar un espacio de tiempo entre la rabia que sentimos y el comportamiento que desplegamos. Es como si las emociones comandaran, sin una real participación que vaya más allá de la de un autómata, nuestra conducta final, aquella que puede tener consecuencias negativas, pues vivimos en un entorno con reglas y leyes llamado «civilización». Básicamente, respondemos como el protagonista de «La Naranja Mecánica» —película de culto, por cierto—: puro deseo puesto de forma inmediata en la realidad. Para él, así como para muchas personas de nuestra sociedad, el deseo de agredir o golpear debía ser rápidamente satisfecho; por algo, ese modo de comportamiento se llamaba «ultraviolencia». Como película, refleja metafóricamente lo que somos y lo que hacemos; obviamente, lo exagera para que nos sea más fácil notar los efectos adversos de responder tan prestos a nuestros deseos. Pero, si enfocamos un poco más nuestra atención sobre lo que sucede a diario, podremos reparar que el mismo problema de Alex, el protagonista, es el problema que nos aqueja como nación.
¿De qué problema estoy hablando? De un déficit en la regulación de nuestras emociones, déficit que es la base de nuestra interacción en redes sociales, de nuestras reacciones ante un hecho que nos resulta molesto y que, en efecto, está detrás de toda la violencia psicológica y física que respira nuestra sociedad. No nos resulta ajeno que, en nuestro entorno, cualquier querella o discordia termine, como si fuese una muestra costumbrista más de nuestra idiosincrasia, en insultos o agresiones físicas. Incluso, cuando llegamos a ese punto, al cual nunca —repito, nunca— deberíamos haber llegado, lo justificamos diciendo «Fue la cólera», «Él tuvo la culpa», «¿Cómo querías que reaccione?», entre otras frases que no hacen más que demostrar que la violencia se ha normalizado. Si observamos de cerca este tipo de comportamiento, vamos a advertir que son las conductas típicas de un niño muy pequeño que aún no ha tenido el tiempo suficiente para aprender a regular lo que siente en pro de una respuesta asertiva.
A nivel psicológico, lo que tenemos es un problema en el «buffer» o «controlador» de nuestras emociones y comportamientos. Nuestro potenciómetro del volumen emocional y de nuestras conductas, no nos ha sido colocado a tiempo (en la infancia), ha sido desarrollado descuidadamente o ha sido averiado por experiencias de violencia continua. En lugar de poder bajarlo o subirlo de acuerdo a lo que cada situación nos pide, nuestras emociones y comportamientos se intensifican sin ninguna regulación, lo que termina en una rabia muy intensa y conductas agresivas y nocivas. Pero eso no es todo: al «obturador», que debería mantener las emociones a raya mientras nos damos un tiempo para pensar, procesar lo que estamos sintiendo y decidir el mejor curso de acción, le pasa lo mismo que al «buffer». Dicho de otro modo, no contamos con las herramientas ni para reducir el nivel de nuestras emociones ni para poner una pausa y reflexionar sobre la mejor solución. En cambio, tenemos emociones que se intensifican rápidamente y que, sin ningún espacio para pensar, son expresadas de la peor forma posible: a través de agresiones. Esto sucede en la vida presencial y en redes sociales todo el tiempo.
Frente a ello, debemos reparar, como sociedad, nuestro «buffer emocional» y nuestro «obturador emocional», es decir, nuestra capacidad para bajar y subir la intensidad de nuestras emociones voluntariamente, y para pensar empáticamente en la conducta que deberíamos ejercer. Esto no se logra inmediata ni azarosamente, sino que requiere de un entrenamiento cotidiano y sostenido, sin el cual nada podría desarrollarse. Como vemos, es nuestro propio esfuerzo el que va a hacer crecer esta habilidad, tal como si fuese otra destreza que hemos visto prosperar gracias al apoyo de la educación (p. ej., nuestra capacidad numérica). Sin este impulso o ímpetu por mejorar, podríamos pasarnos 100 años más de historia republicana entrampados en las mismas dinámicas de violencia a las que estamos acostumbrados. ¿Es eso lo que realmente queremos?
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