Hace una semana, en esas conversaciones esporádicas que uno tiene gracias a las redes sociales, un compañero de colegio, con el que no hablaba probablemente desde esa época, me envío un video o un reel de Instagram en el que una psicóloga hablaba sobre la independización. Lo que me llamó la atención fue uno de los criterios que planteó para que este proceso se complete: «para ser adultos, tenemos que dejar de ser niños». Y, aunque es una obviedad de las muchas que escuchamos en la actualidad (porque, claro, para ser adultos, definitivamente debemos abandonar esa etapa del ciclo vital), me preocupó notablemente que la idea central del mensaje fuese la extinción de las cualidades de la infancia. Si bien es necesario abandonar la dependencia excesiva y las características ligadas al incipiente desarrollo cerebral, no todas las capacidades de este periodo nos limitan, al contrario, son indispensable para una adecuada adaptación. De hecho, si vamos un poco más allá, de todas las etapas (inclusive, la adolescencia), se puede obtener un conglomerado de competencias valiosas.
En el caso particular de la infancia, hay tres cualidades que me gustaría destacar y que considero deberían formar parte de nuestro bagaje adulto. La primera es la capacidad de adaptación de las niñas y los niños. Gracias a que la primera infancia es la belle époque de la plasticidad cerebral (capacidad del cerebro para moldearse y construirse de acuerdo a los estímulos del entorno), las niñas y los niños son capaces de adaptarse con mayor facilidad a lo que sucede en nuestro alrededor. La configuración de sus cerebros les permite ser maleables y modelarse según las aristas de la realidad, lo que les otorga una admirable adecuación. La segunda capacidad es la conexión que poseen con el lado más genuino de su personalidad. A diferencia de los adultos, que hemos ido generando capas y capas de actuación (en el mejor de los casos, una sola capa para responder a las demandas sociales y morales, y no ser sujetos del impulso), las niñas y los niños solo responden a sus deseos y necesidades auténticas, dado que aún no se han topado con una realidad que les exige aparentar diferentes atributos. Ello los sitúa en una posición más cercana al bienestar hecho a su medida y no en una falsa felicidad bajo la normatividad social. Por último, la tercera capacidad, y que va ligada a lo genuino, es la creatividad. Las niñas y los niños, al estar en constante interacción con lo que realmente sienten, piensan y desean, construyen un medio de expresión más alineado con su propio yo. Es como si tuvieran un canal privilegiado para poner sus emociones en un formato lúdico. Justamente, esta inclinación creativa deriva también de su capacidad para jugar, puesto que la vergüenza es una impostura que aún no les es revelada.
Si los adultos pusiéramos en práctica estas tres cualidades, podríamos adaptarnos más fácilmente a las situaciones apremiantes de la vida, expresar lo que realmente sentimos sin miedo a ser juzgados y pensar de forma creativa para abordar las situaciones dilemáticas de la realidad. Es por ello que no puedo cerrar esta columna sin invitarlos a rescatar estas tres cualidades de la infancia. Les aseguro que, así, el bienestar será una consecuencia que estará a la vuelta de la esquina.
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