Esta zona del oeste de la isla no logra levantar cabeza, después de encadenar la pandemia del coronavirus, unos incendios forestales y ahora la erupción de un volcán.
Hace muy poco, Rüdiger y Abel disfrutaban del cobijo de sus casas en ese vergel que es la isla española de La Palma (suroeste), pero el fogonazo de un volcán convirtió eso en pasado.
Rüdiger Wastel, un alemán afable y sonriente de 52 años, accede a mostrar a la AFP fotos de su casa, una de las primeras en quedar sepultadas, pero asegura que no es algo a lo que dedique tiempo.
"No quiero ver mucho de la historia anterior", dice en su restaurante Franchipani, en El Paso, en la parte occidental de la isla, la más castigada por el volcán Cumbre Vieja, en erupción desde el 19 de septiembre.
"Estaba en el restaurante trabajando, pero oí la explosión. Y salí y vi el humo, y pensé que era directamente mi casa", explica con el rugido del volcán de fondo, recordando el momento en que empezó todo.
"Tardé diez minutos en localizar a mi amor, que estaba en el coche llorando con un susto muy profundo", narra, usando el apelativo cariñoso que dedica a su esposa.
La mujer había ido a buscar unos enseres al hogar, mientras su hijo pequeño estaba con una amiga en otro punto de la isla.
Su casa estaba a unos 300 metros de donde estalló la montaña. "Una persona del cabildo me dijo, hace dos semanas, 'olvídate, ahí no podrás vivir nunca más'".
Ahora mira adelante, y no tiene intención de irse de la isla a la que llegó hace 16 años.
"Es mi tierra, mi hijo ha nacido aquí, conocí a mi amor aquí, tenemos el restaurante, tenemos nuestras vidas, la mejor parte de nuestras vidas está aquí, aunque una parte bajo la lava", asegura conmovido, describiendo a su hijo como "un palmero rubio 100%".
El caballo y poco más
Esta zona del oeste de la isla no logra levantar cabeza, después de encadenar la pandemia del coronavirus, unos incendios forestales --los que en agosto obligaron a evacuar a cientos de personas y destruyeron casas-- y ahora la erupción de un volcán.
No se sabe a ciencia cierta cuántas viviendas ha destruido la lava hasta ahora --las estimaciones más altas las cifran en unas 1.000-- ni cuántas personas las habitaban.
Sí es seguro que Abel Armas, palmero de 64 años, perdió dos casas y una bodega.
"Todo lo que tenía se lo llevó, y he llorado un montón", explica apesadumbrado en una gasolinera desde la que se divisa perfectamente la erupción, y en la que se ha detenido con su camión cargado de plátanos.
"Seguiré en la isla, pero de ahí yo no quiero saber nada", afirma, señalando al lugar donde estaban sus propiedades.
"El día que reventó el volcán saqué mi caballo, porque me dijeron que lo sacase, pero no saqué más nada de nada. Son 40 años" engullidos por la lava, que acabó cayendo en el mar tras haberse ensanchado lo suficiente en tierra como para multiplicar su destrucción.
El aviso de los volcanes
Si hay algo que estos días irrita a los palmeros es la sugerencia de que deberían reconsiderar vivir en una isla volcánica.
Argumentan que las tres erupciones que vivieron desde 1949 aparecieron en tres puntos diferentes y dejaron sólo tres muertos --dos por inhalar gases--, y que no hay memoria de una tan destructiva.
Hay decenas de sitios en el mundo con riesgos "muchísimo mayores, no sólo para las viviendas, sino también para las personas, que los de una isla volcánica", se defiende Manuel Perera, concejal de urbanismo del ayuntamiento palmero de Los Llanos, citando a Miami y sus huracanes, o el océano Pacífico y sus terremotos.
Además, "una de las pocas cosas buenas que tienen los volcanes es que avisan, y se evitaron las víctimas", constata en declaraciones a la AFP este político que es además arquitecto.
La vergüenza de necesitar ayuda
Su compañera de consistorio, la concejala Elena Pais, dirige con un chaleco naranja las operaciones de ayuda a los afectados en el pabellón Severo Rodríguez de Los Llanos.
Desde hace 14 días esta mujer enérgica y amable apenas duerme y eso que, afirma, esto está solo "empezando, ahora vamos a tener meses muy duros", estima, en declaraciones a la AFP.
"Todo el mundo viene muy afectado, sea más joven, sea mayor, hay algunos que lo controlan mejor, pero la situación y el drama que se está viviendo son muy duros", sentencia Pais.
En el polideportivo hay pilas de ropa bien ordenadas, por sexo, edad y tallas, comida, útiles de cocina, mantas, sábanas, juguetes, material escolar...
Hay trabajadores sociales, psicólogos y voluntarios --muchos adolescentes--, que guían a los afectados.
Quienes más recurren a la línea telefónica de ayuda psicológica, explica el psicólogo de emergencia Cristo Fernández, 27 años, "es gente que tiene a su cargo a otras personas", como madres con niños o hijos que cuidan de sus padres.
Entre los que acuden al polideportivo abunda desgraciadamente un sentimiento de "vergüenza", lamenta Víctor Simón, un voluntario de 48 años.
"Tienes que intentar, dentro de lo que se pueda, ayudarlos, a que ese trago no les dé vergüenza", afirma Simón.
(Información de la AFP)
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