Una nueva crisis ha estallado en la Federación Peruana de Fútbol. La organización del más popular de los deportes adolece de la misma tara que nuestra vida política: intereses privados que pervierten la institucionalidad.
Desde que el apaciguamiento de los nacionalismos permitió a lo largo del siglo XIX el auge de los deportes y la ritualización de los enfrentamientos entre naciones, el fútbol se ha impuesto como la mayor pasión colectiva en la mayoría de los países del mundo. Grandes excepciones son China y Estados Unidos, que no han logrado nunca formar selecciones capaces de competir siquiera con sus respectivos vecinos. En América Latina la gran excepción sigue siendo Cuba, puesto que comparte con Estados Unidos la preferencia por el béisbol. Historiadores, antropólogos y filósofos discrepan sobre las razones del éxito del más antinatural de los deportes. El hombre se volvió animal erecto y su cerebro adquirió un volumen excepcional gracias al uso de las manos. El fútbol es el único deporte que prohíbe el uso de las manos. La pasión que despierta el fútbol lo convierte en un potente factor de educación. Todo niño aprende que sin disciplina, respeto a las reglas y sentido de la responsabilidad colectiva, ni Pelé, ni Maradona, ni Messi hubieran adquirido la notoriedad que tienen en el imaginario mundial. Lo dijo a su manera el Premio Nobel Albert Camus: “Todo lo que sé de moral lo aprendí en las canchas de juego”.
Por eso es tristemente irresponsable lo que está sucediendo con la institucionalidad, también en el mundo del fútbol. El anterior presidente de la Federación se halla preso, acusado de pertenecer a una organización criminal y de haber utilizado entradas, palcos e invitaciones para garantizar su impunidad. Y la actual dirigencia ha llevado la Federación a una crisis que tiene varios puntos en común con nuestra situación política. El primero es que el desorden institucional llega a su clímax al término de un período de mejora de los resultados deportivos. El segundo es que el éxito se ha debido en gran parte a nuestra apertura a los mercados internacionales, puesto que la mayoría de los jugadores de la selección juegan en ligas de otros países. El tercero es que la mejora de la selección coexiste con un pésimo campeonato nacional, de la misma manera que las cifras macroeconómicas coexisten con una informalidad superior al 70% de la mano de obra. El cuarto es que los estatutos de la organización futbolística son jaloneados por unos y otros, disimulando intereses tras discursos pomposos , de la misma manera que políticos y juristas lo hacen con temas constitucionales. El quinto es que las mayorías son precarias porque el trasfuguismo y los cambios de posición se producen a un ritmo más rápido que el de las estaciones. Pero el más trágico punto común es la negación de los valores fundamentales, el aprovechamiento mercantil de las instituciones y, peor aún, el cinismo frente al mal ejemplo que damos a jóvenes que creen y sueñan con sus ídolos deportivos.
El único límite de la deshonestidad en la gestión de los clubes parece ser nuestra inserción en una organización internacional, la FIFA. Y ya hemos visto la severidad con la que se sancionó a sus dirigentes, a los que ni siquiera un hotel de lujo de Zurich salvó del largo brazo de la justicia de Estados Unidos. Esa misma justicia nos informó en diciembre del 2016 que Odebrecht había pagado en el Perú no menos de 29 millones de dólares en coimas. Hemos progresado poco desde entonces, si observamos la ausencia de condenas. Pero sabemos que si no aprovechamos ahora el respaldo ciudadano a la lucha contra la corrupción, nuestro país cumplirá 200 años de vida independiente obligando a que cada generación descubra lo mismo: el Estado al servicio de intereses particulares, la distorsión de la ley para disimular la ambición, la codicia y la mentira.
Las cosas como son
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