Los sondeos muestran de manera contundente que la gran mayoría de los peruanos no confía en sus instituciones judiciales. El escritor Francisco de Quevedo lo dijo a su manera hace cuatro siglos: “Menos mal hacen los delincuentes que un mal juez”.
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Desde que hace un mes estallara el escándalo de los audios de la vergüenza, que involucran miembros del Consejo Nacional de la Magistratura (CNM), el Poder Judicial y otros funcionarios, se hizo patente que habíamos perdido demasiado tiempo sin atrevernos a corregir la principal falla de nuestra institucionalidad.
Durante la campaña del 2016, todos los partidos políticos plantearon reformas del sistema judicial, pero ni el gobierno ni las bancadas parlamentarias hicieron mucho por realizarlas. La Fiscalía, el Poder Judicial y la Procuraduría llevaban casi dos años reaccionando de manera lenta y contradictoria ante las informaciones que nos llegaban de Brasil, de Andorra o de Estados Unidos sobre el caso Lava Jato.
Los sondeos muestran de manera contundente que la gran mayoría de los peruanos no confía en sus instituciones judiciales y reprocha a los dirigentes políticos su falta de decisión para diseñar un sistema que administre justicia de manera proba, independiente y rápida. Ha sido necesario que el presidente Martín Vizcarra proponga una consulta directa al pueblo, para que la clase política reaccione. Aunque por ahora no se sabe cuál será el camino que tome la propuesta presidencial, nadie se opone a la reforma y el Congreso votó por unanimidad la remoción de todos los miembros del Consejo Nacional de la Magistratura.
Nada de lo que está en debate en nuestra vida pública puede ser dirimido sin una justicia eficiente: el narcotráfico, la seguridad ciudadana, la lucha contra el feminicidio, las inversiones, la reforma laboral, la meritocracia, la reforma universitaria y hasta la credibilidad electoral requieren de la seguridad jurídica que solo garantizan las sentencias justas y las sanciones apropiadas.
El desarrollo del Perú depende tanto del aumento de la productividad como de la vigencia de instituciones transparentes. En el siglo II de nuestra era, el emperador Trajano asumió el poder en una Roma empobrecida por la corrupción de los senadores y aplicó el único método que funciona: garantizar que la justicia trate a todos por igual. Ante el peligro de sanciones severas, poderosas fortunas fueron devueltas al Estado para construir caminos y acueductos, para mejorar la remuneración de funcionarios y para financiar el primer programa social de alimentos a los pobres.
¿Cómo sin jueces por encima de toda sospecha podemos confiar en que sabremos lo sucedido con una avioneta llegada de Bolivia para cargar cientos de kilos de cocaína en la selva del Manu? Es el diputado boliviano Tomás Monasterio el que nos ha hecho saber que se trata de una operación habitual, cubierta por el partido de Evo Morales, convertido según él, en cártel de narcotraficantes.
¿Quién puede confiar en la interpretación hecha por Nicolás Maduro sobre las explosiones producidas durante una ceremonia castrense? ¿Alguien cree que los jueces venezolanos nombrados por un Congreso ilegal pueden hacer algo diferente que repetir las acusaciones contra el imperialismo y Juan Manuel Santos?
El escritor Francisco de Quevedo lo dijo a su manera hace cuatro siglos: “Menos mal hacen los delincuentes que un mal juez”.
Las cosas como son.
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