La salida de Walter Ayala ha tomado mucho más tiempo de lo necesario, agravando inútilmente la polarización y la incertidumbre.
Parece más que un simple azar que la renuncia del ministro de Defensa se produzca el mismo día en que IPSOS publica la más reciente encuesta de opinión, en la que la caída de la aprobación presidencial se atribuye a una causa central: no saber escoger funcionarios con idoneidad. La salida de Walter Ayala ha tomado mucho más tiempo de lo necesario, agravando inútilmente la polarización y la incertidumbre. Su nombramiento había sido mal recibido por algunos círculos cercanos a la Fuerza Armada, pero el ministro supo defenderse y logró superar las críticas dirigidas sobre todo a sus antecedentes como miembro de la Policía Nacional.
Dos meses más tarde, Ayala cometió un error que se reveló fatal: permitir la interferencia política en el proceso de ascensos y sobre todo, negar y disimular lo actuado por el presidente Pedro Castillo. Estamos ante el mismo patrón que hemos visto producirse con Béjar, Maraví, Bellido y Barrenzuela, y que probablemente se reproducirá con Silva y otros. Y si eso sucede con los ministros, podemos imaginar demasiado bien lo que está pasando con nombramientos de funcionarios de nivel más bajo. Y es que la retórica del “pueblo” y las lealtades de pequeños ambientes no sirven para escoger líderes capaces de ejecutar presupuestos e impulsar políticas públicas. De todas las entidades del Estado, la Fuerza Armada es la más codificada y selectiva: los miembros de cada promoción deben colaborar entre sí durante cuarenta años y a la vez competir para llegar a la Comandancia General. Se necesitaba una mano experta para garantizar la neutralidad e impedir la injerencia del poder de turno. En esta materia, Pedro Castillo tiene ahora una segunda oportunidad.
Las cosas como son
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