
En fechas recientes, la Asociación para el Fomento de la Infraestructura Nacional (AFIN) publicó un estudio que estima que Lima pierde 27 mil millones de soles al año debido al tráfico. A esto se suma la clasificación de TomTom, empresa especializada en navegación GPS, que sitúa a nuestra capital como la novena ciudad más congestionada del mundo. Como si fuera poco, la Universidad de Chicago ha señalado que nuestra metrópoli tiene la peor calidad del aire de toda América Latina.
Frente a este alarmante panorama, las autoridades han propuesto construir faraónicas autopistas urbanas como supuesta solución al problema de tránsito que asfixia a los limeños. Sin embargo, aunque pueda parecer contraintuitivo, la evidencia científica es contundente: las autopistas urbanas no solo no resuelven el problema, sino que lo agravan. Existen al menos siete razones que lo explican.
La primera razón se denomina demanda inducida. Cuando se construye una nueva autopista o se amplía una existente, más personas deciden utilizar el automóvil, ya que la percepción o creencia es que el tráfico será más fluido. Sin embargo, lo que en realidad se genera es un aumento en el número de vehículos, y mayor número de viajes. ¿Resultado? En poco tiempo la vía se satura, el tráfico empeora, hay más contaminación y más caos.
La segunda es el colapso de accesos y salidas. Como es obvio, las autopistas urbanas se dan en espacios finitos, sobrecargando los accesos y salidas de estas infraestructuras, perturbando la calidad de vida de las personas que habitan alrededor e incrementando aún más el tiempo perdido en el tráfico.
Tercera razón, los impactos sociales negativos. En muchos casos, estas infraestructuras dividen barrios, promueven desplazamientos forzados e incrementan la desigualdad en el acceso a la ciudad. El resultado, una ciudad más fragmentada y más excluyente.
Cuarta razón, mayor dependencia del automóvil privado. Cuantas más autopistas se construyen, más difícil se vuelve caminar, andar en bicicleta o utilizar transporte público. Esto restringe los derechos de grupos vulnerables como niños, adultos mayores o personas con discapacidad, que muchas veces no pueden conducir.
Quinta razón, millonario despilfarro. A pesar de su ineficacia comprobada, las autopistas urbanas consumen miles de millones en recursos públicos. Por ende, esos recursos ya no se invierten en desarrollar transporte público eficiente y seguro, infraestructura para peatones y ciclistas y soluciones integradas de movilidad.
Sexta razón, las islas de calor urbanas (ICU). Las autopistas urbanas agravan e intensifican las ICU debido a que son enormes superficies de asfalto y cemento sin sombra, que además están saturadas de vehículos que emiten calor (vía motores, emisiones y fricción).
Séptima razón, destrucción de áreas verdes. Las autopistas urbanas, al ser megaconstrucciones, demandan mucho espacio, atentando contra parques, ecosistemas urbanos y espacios públicos. Se ha llegado al absurdo de destruir estos ámbitos para construir un sistema claramente insostenible.
A manera de conclusión, la investigación científica y la experiencia internacional coinciden que las autopistas urbanas no son una solución al caos vial. Nuestras autoridades deben comprender que iniciativas como el Anillo Vial Periférico o la Vía Expresa Santa Rosa solo empeorarán el problema. Es necesario que desechemos de una vez por todas modelos obsoletos de movilidad urbana. La academia y la sociedad civil organizada deben exigir que sus autoridades implementen sistemas multimodales de transporte, protegiendo los espacios públicos, los árboles y los parques.
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