En general, evito juzgar a las personas o situaciones como buenas o malas. Prefiero interpretarlas como aquellas que me acercan o me alejan de mi propósito o valores. Sin embargo, existen criterios comúnmente aceptados que nos están haciendo daño.
En este sentido, considero que como peruanos no hemos aprendido a mirarnos como país, como equipo, como un todo. Hemos aprendido a cuidar nuestro pequeño espacio como si fuera el territorio completo, creando barreras (emocionales, mentales y físicas) que buscan alejarnos de los otros. Encasillamos a las personas de nuestras regiones utilizando calificativos discriminatorios y dañinos. Así, por ejemplo, a los nacidos en la sierra: los cholos. A los nacidos en la selva: los charapas. Y, los de la costa: pituquitos. Todas estas, etiquetas generalizadas, que se usan como insulto en alguna pelea. ¿Cómo podemos encontrar un punto común si solo creamos distancia, si solo encontramos diferencias?
Aprendimos también que solo somos capaces de unimos para luchar en contra de algo y no hemos sabido encontrar puntos de encuentro que nos unan en motivaciones comunes. Por ejemplo, las marchas en las calles suelen ser en contra de algo. Vale la pena aclarar que no estoy en desacuerdo con esto, creo que hay cosas que deben ser redefinidas o extirpadas para poder evolucionar. No estoy juzgando ello, solo me cuestiono que no podamos tener la misma energía, fuerza y espíritu de equipo para construir una causa común.
Esta misma forma de actuar la observo en las empresas en las que acompaño en procesos de transformación cultural. Cada área es una isla que compite con la otra. El ejemplo más frecuente y generalizado (pero no el único) se da entre las áreas comerciales y las áreas financieras. Cada una defiende sus indicadores sin tratar de entender qué motiva y qué busca proteger la otra área. Decidir comprender qué mueve al otro no significa darle la razón o dejar de luchar por nuestros resultados. Tener el coraje de abrir una conversación de entendimiento implica confiar en la posibilidad de construir nuevas formas, de lograr acuerdos y, lo más importante, entender que el espíritu del equipo no es solo el espíritu de mi área, sino el espíritu de la empresa.
Volviendo al ejemplo de lo que aprendimos como sociedad, solemos etiquetar también a las otras áreas con comportamientos generalizados e irreales: “Son unos desordenados” “No les importa nada ni nadie” “Son unos cuadriculados, no entienden el negocio”. Lo increíble es que este tipo de frases las compartimos entre los miembros de nuestra área, las asumimos como verdades y las usamos para hacer causa común en contra de los otros. Este tipo de comportamiento socialmente aprendido genera enromes grietas de comunicación que, si bien no se dicen de manera explícita, se ponen de manifiesto en las reuniones que suelen ser tensas e improductivas basadas en conversaciones enfocadas en errores y culpables.
Hace un tiempo me tocó vivir una experiencia personal relacionada a esto. Estaba en una tienda pequeña con mi hija de 4 años mirando los productos cuando escucho a mi hija gritar: “mamá, una serrana”, al voltear la mirada hacia la puerta de la tienda, veo una señora con traje típico de la sierra que vendía maní, habas y otras cositas. Miro a las personas a mi alrededor y me observaban de manera inquisidora, incomodas y fastidiadas. Miro a mi hija y le comento: ¿Linda la señora, no? Y ella, con los ojos iluminados de entusiasmo me responde: Si mamá, igual a la mamá de Margarita, vamos a comprarle algo.
Margarita es la señora a quien le debo el funcionamiento correcto de la casa y la buena alimentación de mi hija. Una mujer ayacuchana admirable, quien vino a Lima huyendo del terrorismo y que nos ayuda en casa desde hace 7 años (la edad de mi hija). Mi hija y ella tienen una relación hermosa. Arianna conoce a la mamá de Margarita pues hemos almorzado juntas un par de veces (cuando la señora viene a Lima). El grito de mi hija fue desde la alegría y el entusiasmo. Reconozco que yo también me asusté, pensé que ella también había aprendido mal (o mejor dicho que, sin darme cuenta, le había enseñado mal) pero felizmente, esta maestra mía estuvo ahí para enseñarme sobre el valor de las diferencias y abrazarlas para construir.
Hay una frase que me gusta mucho que quisiera compartir: Las diferencias nos enriquecen, el respeto nos une. En un país como el nuestro, cargado de historia de diferencias, colmado de geografías disimiles, podemos encontrar la belleza si la buscamos y decidir respetar. Tenemos una historia de aprendizajes basados en “divide y vencerás”, nos toca ahora reaprender y valorarar las diferencias para que, desde el respeto, podamos construir nuevas posibilidades.
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