Opinaba el maestro Juan “Cano” Romero que decir “arquitectura social” era una reiteración innecesaria. La arquitectura, por su naturaleza, es siempre social. Si no fuera social dejaría de ser arquitectura. Lo mismo creo que podría decirse de la arquitectura sostenible. La arquitectura –por lo menos en su origen– era sostenible; y si ha dejado de serlo es probablemente porque se ha alejado de la naturaleza, y en eso tal vez tenga alguna culpa la tecnología.
Es verdad que, desde la cabaña primitiva hasta la fecha, la arquitectura ha buscado transformar el medio ambiente natural para desarrollar la vida humana. Al principio, probablemente se trató de un desequilibrio a favor de la naturaleza, cuyo dominio nos cuesta hasta ahora –civilizaciones enteras han desaparecido por fenómenos naturales–, pero este proceso de transformación hace rato que se ha convertido en la principal causa –no la única– de una serie de fenómenos ambientales que amenazan hoy la propia existencia del planeta.
Hasta antes de la Revolución Industrial, la característica más importante de la arquitectura era la permanencia. Edificar era una forma de eternidad, y así es como los edificios, mientras pudieran adaptarse a nuevos usos, se mantenían por siglos, y algunos de ellos –como el Panteón de Roma– lo hacen desde la antigüedad hasta nuestros días. El concepto de reciclaje, como lo llamamos hoy, era una práctica común que podía abarcar desde el reúso de un edificio existente que se adaptaba a nuevas necesidades, a la reutilización de los materiales más perdurables, como la piedra que se extraía de las demoliciones, para hacer nuevas edificaciones. En otros casos se construía con materiales orgánicos, como el barro y la caña o la madera, cuyo ciclo de reciclaje natural es muy rápido.
La arquitectura moderna, tan entusiasmada con los nuevos materiales de construcción como el concreto, el acero y el vidrio, no estuvo ajena tampoco a ese concepto de permanencia y es más que evidente que, con un adecuado mantenimiento, los edificios modernos podrían durar siglos. Y a esto podemos agregar que la estructura basada en columnas, vigas y losas permite aquello que los arquitectos llamamos “planta libre”, es decir, la liberación de la estructura de muros portantes o de carga, lo que genera un espacio fluido e ilimitado, y por lo tanto flexible y adaptable.
Hoy, gracias a la tecnología, construir y demoler es muy fácil, o en todo caso es más fácil que antes. El problema es que en ese proceso se originan residuos, como los genera cualquier industria, y la construcción es una de tales. Los residuos o escombros –desmonte, como los llamamos en el Perú– que se generan después de una demolición, particularmente de obras hechas con ladrillo y concreto, son uno de los aspectos más contaminantes y al que antes no se otorgaba mucha atención, pero que sin embargo debe ser motivo de suma preocupación. La arquitectura ha pasado a ser, dentro de una sociedad de consumo, otro bien de uso y desecho.
Por otro lado, es importante decir que la arquitectura es un sistema biológico, pues en sus espacios se habita y se desarrolla la vida humana. Para que este sistema subsista, es necesario que lo haga en equilibrio con otros sistemas y con los recursos de su entorno. Hacia eso se tiene que regresar.
¿Qué hacer, entonces? Tal vez el tema del futuro en arquitectura consista en transformar menos y adaptar más; y el verdadero concepto de sostenibilidad radique en aprovechar más lo existente y la creatividad de un arquitecto requiera tener en cuenta los “re”: restaurar, reciclar, remodelar… Y que cuando se deba proyectar una obra nueva, sea necesario pensar en hacer edificios lo suficientemente flexibles como para poder adaptarse fácilmente a las necesidades actuales y futuras. Y habrá que construir con materiales que no agoten los recursos naturales existentes y que garanticen adecuados ciclos de reciclaje. No creo que eso sea muy difícil; bastará con pensar que la buena arquitectura de todas las épocas supo adaptarse al lugar, a los materiales que allí había; y que, como dijo el historiador Sigfried Giedion, buscaba perdurar en el tiempo como un presente eterno.
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