Como el ser humano no tiene límites en su poder imaginativo, no espera el fin de la coronacrisis para pensar “el día después”. ¿Qué haremos después de la epidemia? ¿Volveremos a la vida normal de antes, como si nada? ¿Tomaremos grandes decisiones colectivas para una sociedad mundial más saludable, solidaria y sostenible? ¿Trataremos de mejorar el mundo o seguiremos en el colapso masivo ya anunciado por muchos científicos? A estas preguntas, los más poderosos tratan de aportar su respuesta, de acorde con sus intereses, y los menos poderosos también, aferrados a la esperanza de un mundo mejor, porque la vida humana se nutre de pan y sueños de mañana feliz, de resurrección.
La derecha dura, “negacionista” del problema ecológico planetario, bien representada por Trump, aprovecha el pánico para tomar decisiones radicales: la administración central de EE.UU. acaba de suspender las exigencias medioambientales de las empresas. Aunque suene increíble, la “Environmental Protection Agency” autoriza temporalmente las empresas a no respetar las reglas federales que fiscalizan las deyecciones contaminantes en la atmósfera y el agua.
La exadministradora de la entidad en tiempos de Obama, Gina McCarthy, denuncia un auténtico permiso de contaminar. Richard Pearshouse, responsable Crisis y medioambiente en Amnesty International declara: “El gobierno de Donald Trump aprovecha esta crisis para alcanzar el objetivo fijado antes de la pandemia del COVID-19, a saber hacer desaparecer las normas ambientales en Estados Unidos. La suspensión por una duración indeterminada de las garantías previstas por las leyes relativas al medioambiente es una decisión que va a matar o amenazar la salud de un gran número de personas”. Aquí estamos claramente embarcados a bordo de un “Titanic planetario” como dice el pensador Edgar Morin.
En el frente chino, está claro que la coronacrisis ha significado ya, y significará, una profundización de la política totalitaria de control policiaco y tecnológico-digital de todas las personas, que reciben desde hace algún tiempo buenos o malos puntos por su comportamiento, lo que les da o quita ciertas ventajas en la vida cotidiana. Los autores de ciencia-ficción del siglo XX verán sus obras escrupulosamente realizadas en el siglo XXI, en una “sociedad totalmente administrada” como lo predecían durante el auge del nazismo los filósofos de la Escuela de Fráncfort.
Pero otros modelos de sociedad también tratan de ilustrar al pobre Noé en la tormenta del diluvio, para que ciertas palabras como “libertad” y “sostenibilidad” no desaparezcan de los diccionarios, y que podamos asegurarnos que estamos bien en el Arca de Noé, y no en el Titanic. Primero, hay que ir a la causa, a la raíz del problema:
Analizando las razones de la pandemia, que viene de una enfermedad “zoonótica”, es decir transmitida del animal al humano, los científicos apuntan que el Covid-19, al igual que el Sars-Cov1, son testimonios de los peligros sanitarios que hace correr a la humanidad su carrera desenfrenada hacia la destrucción de los hábitats naturales so pretexto de crecimiento del PIB. Para vivir, un virus necesita del cuerpo de un huésped. Y si desaparece su huésped habitual, por causa de la extinción masiva de la biodiversidad en un planeta dominado por la industria humana, pues tiene que migrar como sea hacia otro huésped, por ejemplo, un bípedo sin plumas.
Hay una verdad tan evidente como el cambio climático: la destrucción industrial de la naturaleza es un problema de salud pública, y no sólo de protección ecologista del panda o el oso polar por “los amigos del planeta”. Y quien vive el confinamiento entenderá que la destrucción de la naturaleza significa la destrucción de la sociedad, de las relaciones humanas, de la viabilidad de la vida humana. Esa debe ser la brújula de Noé para conducir el barco humano a partir de ahora. Por “razones económicas” de una economía equivocada (la del crecimiento sin límites del PIB), destruimos el planeta, lo que destruye la salud, y termina destruyendo la economía.
En 2008, este artículo de la revista Nature alertaba sobre 330 enfermedades surgidas desde 1940, a un ritmo 4 veces más rápido al final del siglo XX que al final de la segunda guerra mundial. La relación de la mayoría de estas enfermedades zoonóticas (60%) con el doble fenómeno de la desaparición de los ecosistemas no humanizados y el crecimiento frenético de las fábricas industriales de carne (res, pollo, cerdo) donde los animales sufren condiciones insoportables de vida y muerte, se vuelve evidente. El Covid-19 es la respuesta en forma de bumerang a lo que hacemos padecer a la naturaleza vegetal y animal. Y como estamos todos híper conectados y hacinados en una casi ciudad global (una Torre de Babel con un solo idioma: el “globish”), pues el virus se hace mundialmente viral en semanas. ¿Ahora entienden por qué Dios tumbó la Torre de Babel y dispersó a los humanos por toda la tierra, dándoles idiomas diferentes, creando una socio-diversidad dentro de una bio-diversidad? La obra de Dios es la diversidad.
Quizás debamos entonces, en Semana Santa y después, dedicarnos a construir una sociedad ecológica inspirada en una bio-socio-económico-diversidad que pueda asegurar los tres pilares del buen vivir: Salud, Solidaridad y Sostenibilidad. ¿Por qué la solidaridad y no solamente la salud? preguntará el egoísta comodón. Porque según el informe del IPBES sobre la diversidad biológica y los servicios de los ecosistemas, la alimentación de 350 millones de pobres depende hoy de productos provenientes de los bosques. Luego, los pobres rurales son vectores involuntarios (por necesidad) de futuras pandemias que los otros pobres urbanos, incapaces de confinarse por largo período en la casa que no tienen, se encargarán de expandir en las ciudades. Ni modo, no se salvará una clase social sin las otras en materia de salud pública. El destino del pobre será el destino del rico.
¿Qué sería una diversidad económica? Primero una “desfetichización del dinero”, a través de la diversificación de dineros alternativos al dinero actual monolítico pero multiuso, muy mal concebido puesto que el mismo medio de pago sirve para cosas tan diversas como remunerar al personal de salud, traficar drogas, acumular capital financiero para invertir en carbón o en eólicas, pagar o evadir impuestos, es decir hacer el bien como el mal. Necesitamos diversificar monedas locales complementarias a las nacionales para dinamizar economías locales (muchos pueblos lo hacen ya en Europa); ensamblar en la ficha salarial dineros con fecha de perención (para consumo corriente y circulación rápida) y otros sin perención (para proyectos de mayor tiempo); crear monedas especiales de circulación inter-empresas para sostener el tejido empresarial en tiempos de crisis (los suizos lo hacen con éxito desde los años 30); diferenciar y marcar los dineros según su uso para premiar el buen uso sostenible y solidario y castigar el mal uso especulador y destructivo.
Segundo, debemos liberar a las personas de la urgencia de encontrar dinero como sea para poder sobrevivir. Para eso, desde hace varios años se intensifica el debate y las pruebas piloto sobre un sueldo mínimo vital ciudadano en muchos países como Reino Unido, Alemania, Francia, España, Estados Unidos. La coronacrisis hace que muchos gobiernos destinen ahora pequeños salarios a las familias más necesitadas, pero la idea de los defensores del “salario universal” es de convertir esta medida en medida permanente para todos, a fin de terminar con la pobreza de una vez, dar la preeminencia del derecho a la vida sobre el hipócrita derecho al trabajo (que en contexto de desempleo y subempleo es para muchos un “derecho” a (auto)esclavizarse por necesidad), simplificar absolutamente los laberintos actuales de las ayudas sociales (muy costosas para la administración pública).
En el tiempo de la mecanización, automatización y robotización del (otrora) trabajo humano, no vayan a creer que la idea de asegurar a cada persona un sueldo mínimo vital universal e incondicional es descabellada. Se inscribe en un proyecto de sociedad en la cual nos liberamos del trabajo-coacción para entrar en el trabajo-elección, el verdadero emprendimiento, que postula que las personas liberadas de la necesidad de venderse para vivir no se volverán holgazanes sin escrúpulos (lo que haría colapsar el sistema en meses) sino activistas vocacionales contribuyentes de una sociedad más justa y sostenible. El salario ciudadano universal asegura la base, la vocación de cada uno complementa y engrandece. Y ya unos investigadores suizos han imaginado cómo girar este salario universal hacia una tarjeta de compras utilizable sólo para ciertos gastos afines al bienestar mínimo y a la transición ecológica de la economía.
En tiempos de crisis radical, sólo salva la utopía razonable, es decir el atreverse a innovar con inteligencia colectiva. Es lo que, por ejemplo, el ecologista político Rob Hopkins imagina en su “Manual de la transición, desde el petróleo hacia la resiliencia local”. Como siempre, el debate está abierto: El defensor de la lógica actual tildará de utopías ingenuas estas ideas de dineros alternativos, transición ecológica de la sociedad, salario universal, porque según él, el humano es un burro que sólo puede avanzar con azote, con sacrificio personal y sometimiento a la fuerza. El defensor de la sociedad ecológica tildará al contrario de utopía ingenua la creencia en que podamos seguir ad libitum con el crecimiento ilimitado lineal en un planeta redondo y frágil.
Si se dan cuenta, ya no es un debate derecha/izquierda sino arriba/abajo: o bien seguimos construyendo en un solo idioma, el inglés, la Torre urbana de Babel hacia los cielos, o bien nos dispersamos horizontalmente sobre la tierra, ocupamos con idiomas y culturas diferentes nichos ecológicos diferentes, y articulamos puentes entre nosotros con el esfuerzo de la traducción mutua de nuestras diversidades respetadas, con Internet, la educación, el arte, la ciencia, los acuerdos internacionales, los derechos Humanos, etc. Noé tiene que leer el relato de Babel si quiere llevar al Arca hacia tierras seguras, lejos de las pandemias, con cariño hacia la vida. ¡Feliz Semana Santa, con alejamiento físico pero no social, con cercanía humana!
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