El Congreso de la República durante la presente legislatura deberá resolver sobre la solicitud para que el Perú se retire de la Unión Suramericana. Es una decisión de enorme trascendencia. Atañe a los intereses nacionales permanentes del Perú. A su capacidad de acción diplomática en el contexto de las nuevas tendencias de la política mundial. A la autonomía y el equilibrio de la política exterior. Y, especialmente, a uno de los pocos ámbitos de la diplomacia que tiene una base y un mandato constitucional: la integración y cooperación latinoamericana.
UNASUR es un organismo derivado de la Comunidad Sudamericana de Naciones, creada por iniciativa del Perú el 8 de diciembre del 2004. El lugar y la fecha tenían una doble significación. La ciudad, Cusco, centro político y cultural de la historia antigua sudamericana; la fecha, víspera de la conmemoración de la batalla de Ayacucho, símbolo de la vida independiente de todo el subcontinente.
No fue casualidad. Los cancilleres coordinamos cuándo y dónde se reunirían los jefes de Estado para crear la Comunidad Sudamericana. El evento tenía una evidente significación histórica. Se trataba de establecer el primer organismo de concertación e integración sudamericana, después de 183 años de vida independiente. Luego de infructuosos esfuerzos, marchas, contramarchas, desgarros idealistas, oposiciones conservadoras, frustraciones y aspiraciones que no fructificaron por el fraccionalismo interno y la desmedida influencia externa.
Finalmente, ese 8 de diciembre se concretó la voluntad colectiva de establecer un mecanismo regional, que permita fortalecer la coordinación política autónoma de la región e impulsar los diversos procesos de integración y cooperación. En el lenguaje de la pandemia fue una manera de recuperar la normalidad. Por casi dos siglos Sudamérica y Latinoamérica no accedieron a la normalidad de tener una organización propia que represente sus intereses. Ni el panamericanismo ni el actual interamericanismo son disfuncionales a la región. Constituyen un espacio de diálogo indispensable con la América del Norte. Pero ninguno de ellos puede sustituir un espacio político y económico propio. La Comunidad Sudamericana llenó ese vacío. Y fue iniciativa peruana.
La tarea no fue fácil. Más bien compleja. Difícil, delicada. Existían dificultades serias por las sensibilidades fuera de la región y por la diferenciación de intereses y visiones de gobiernos disímiles. Había que lograr el acuerdo de la Colombia de Uribe y la Venezuela de Chávez. Entre otros desafíos. Estas dificultades se hicieron patentes durante las consultas que con los demás cancilleres. El proceso tenía que ser progresivo. Cauto y sobre todo no ideologizado. Pragmático y pluralista. En el lenguaje de Carlos García Bedoya, la tarea era circunvalar los espacios de intereses irreconciliables.
Había que crear la Comunidad Sudamericana en un escenario político ambivalente. Por un lado, existía una masa crítica de voluntades para dar el salto histórico; pero, por otro, las diferencias de orientación política, las sensibilidades y los recelos indicaban que había que subordinar el maximalismo al proyecto histórico de cristalizar el acuerdo.
Era claro que no era necesario ni prudente firmar un tratado. Eso vendría después en una estrategia progresiva. Las consultas indicaron que la Comunidad debía establecerse en un principio solo como un mecanismo político-diplomático. Con el mínimo de carga institucional y priorizando un programa de trabajo ambicioso, pero posible. Realista. El texto que redacté con la propuesta tenía solo dos páginas. Y mis colegas vieron con interés y confianza esta prudencia. Hubo una negociación sostenida que permitió un consenso en el que todos vieron reflejados sus intereses. Pero hubo un nudo gordiano. Muy difícil de superar. La Zona de Libre Comercio Sudamericano. Hugo Chávez se oponía muy fuertemente. Al final accedió y se pudo firmar la Declaración del Cusco.
Los objetivos de la Comunidad quedaron establecidos en un solo párrafo: “la concertación y coordinación política y diplomática, la convergencia entre los procesos de integración de la región (Mercosur – CAN) y Chile en una zona de libre comercio, a los que se sumarían Guyana y Surinam, la integración física, energética y de comunicaciones y la armonización de políticas de desarrollo rural y agroalimentario”. La referencia general a la concertación y coordinación de políticas cautelaba la capacidad de acción prácticamente en todos los ámbitos de la acción externa. Aseguraba el desarrollo progresivo del proyecto.
La voluntad colectiva de avanzar en el diseño se aceleró. En Brasilia, el 23 de mayo del 2008, la Comunidad se transformó en UNASUR. A través de un tratado jurídicamente exigible. Concurrieron en esta decisión gobiernos de todas las tendencias, derecha conservadora, derecha liberal, izquierda autoritaria, izquierda democrática y el centro. Todos los espacios políticos. Los jefes de Estado que firmaron el Tratado de UNASUR fueron los mismos que en el Cusco crearon la Comunidad Sudamericana. Con contadas excepciones, entre ellas el Perú, Alan García había sustituido a Alejandro Toledo.
En general, los objetivos iniciales de la Comunidad se mantuvieron, pero se desarrollaron de manera sistemática y detallada. Con dos modificaciones sustantivas. Una negativa: se dejó de lado el objetivo de crear una Zona de Libre Comercio Sudamericano. Se eliminó del proyecto la base material que articulaba los intereses mutuos: la masa crítica de los intercambios comerciales. La otra, positiva: se incluyó -por un protocolo adicional- un régimen de defensa de la democracia siguiendo el modelo de la Carta Democrática Interamericana.
En el ejercicio de sus funciones, a partir especialmente de la elección de Mauricio Macri, se fue produciendo un innecesario contencioso ideológico alrededor del caso venezolano. Seis países acusaron a UNASUR de ser una institución ideologizada al servicio de Venezuela y de los países del AlBA. De ser antidemocrática. Estos cargos deben ser analizados con objetividad y serena calma. En UNASUR estaban representados solo tres países del AlBA, tres de doce miembros. Ya no solo por política, sino por aritmética, tres no pueden imponer sus criterios a doce. Y en segundo lugar, porque en UNASUR no se podía adoptar una decisión sin el acuerdo de los doce Estados parte. A diferencia de la OEA que toma sus decisiones por mayoría, en UNASUR no existía la votación. El tratado estableció que las resoluciones se adoptaban exclusivamente por consenso.
Es bueno aclarar que el consenso es la unanimidad o una amplia mayoría, siempre y cuando esta última no sea objetada por lo menos por un Estado. Consecuentemente, ninguna mayoría se podía imponer a una minoría. En el fondo, cada gobierno con su sola oposición podía impedir toda decisión que vaya en contra de sus intereses. Una suerte de veto. Este sistema de decisiones se adoptó, justamente, para mantener los equilibrios y evitar decisiones que no representen a todos los países miembros.
La ausencia de consenso impidió la elección del nuevo Secretario General. Por este hecho y otros aun de menor relevancia, seis países decidieron retirarse de UNASUR. Es como si en el Consejo de Seguridad un miembro permanente se retire porque otro miembro vetó una iniciativa suya. Cuando no hay consensos se negocia. Hasta llegar a los equilibrios. Esta es la esencia de la diplomacia. Resulta, al mismo tiempo, algo incomprensible que, en torno a la ruptura del orden constitucional en Venezuela, ningún país haya solicitado la aplicación de las sanciones que con mayor dureza que en la OEA establece la cláusula democrática de UNASUR. Justamente en los casos de ruptura del orden democrático.
Las razones de la disidencia de los seis hay que buscarlas en causas más reales y profundas. UNASUR, más allá de la confrontación ideológica en torno a la situación en Venezuela -igual pasaba en la OEA y a nadie se le ocurrió retirarse-, había creado el Consejo de Defensa y definido políticas de coordinación de defensa regional, la cooperación militar y la industria y tecnología militares. Avanzó, también, en la coordinación y acción conjunta en la lucha contra el tráfico ilícito de las drogas, otra cuestión crucial para la seguridad regional. Y, en salud, estableció una estrategia para evitar que los precios de los medicamentos estén sujetos a prácticas monopólicas o de concertación de precios. Esta política incluía acciones para la creación de un escudo epidemiológico sudamericano -que hoy tanta falta hace-, el establecimiento de sistemas de salud y el acceso universal a los medicamentos.
Estas acciones y su progresividad afectaban diversos intereses. Obligaba a la OEA y a actores políticos extra regionales a revisar sus acciones en materia de cooperación en defensa, seguridad y lucha contra las drogas en la región. Y los avances en salud colisionaban con una red compleja de intereses
A diferencia de los otros cinco países, para el Perú el retiro de UNASUR plantea problemas reales que exceden la ideología. En primer lugar, la integración regional es una política de Estado establecida en el Acuerdo Nacional, que ningún gobierno debiera decidir por sí solo. En segundo lugar, la denuncia del tratado plantea un problema de inconstitucionalidad. El artículo 44 de la Constitución dice que es deber del Estado promover la integración, particularmente la latinoamericana. El retiro significa lo contrario, contribuir a la desintegración.
Para la política exterior del Perú, mirando los intereses permanentes, una UNASUR reformada es una variable esencial de su inserción con autonomía en el nuevo escenario mundial. Por nuestra ubicación geográfica e historia se requiere un espacio sudamericano de convergencia. Para mantener los equilibrios estratégicos y para consolidar una zona de libre comercio, que ya es el cuarto destino de nuestras exportaciones.
El Perú, respetando la constitución y el acuerdo nacional, no debería formalizar el retiro de UNASUR. Actualmente el ejecutivo ha suspendido su membresía. No es prudente ir más allá de esta decisión. Hacerlo es innecesario y compromete las opciones de política exterior del nuevo gobierno que asumirá el 28 de julio del 2021. Este año hay elecciones en Bolivia; el próximo en Perú, Chile y Ecuador; y, el 2022 en Brasil y Colombia. La rosa de los vientos de la diplomacia regional puede reencontrar el norte de su identidad y acción conjunta. Más allá de derechas o izquierdas. No la comprometamos.
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