Durante la madrugada del 28 de junio de 1969, los concurrentes al bar gay Stonewall en New York se resistieron frente a una redada policial que los acusaba de obscenidad y de estar “distorsionados”. Como ahora se cree, los agraviados consideraron que no había fundamentos legales para tal intromisión policial, sino más bien razones moralmente normativas que bien pudieran representar a la mayoría de la sociedad de entonces, pero que no podría considerarse legítima. ¿Por qué, entonces, la ley que se supone universal fue utilizada para amedrentar la diferencia? La respuesta posible ha sido que estos grupos minoritarios, todos aquellos que se consideran LGTBIQ+, no tenían presencia reconocida por la sociedad.
La marcha del Orgullo Gay nace un año después, en la misma fecha, para recordar los disturbios. Esta se convierte así en una acción política de parte de un grupo minoritario de la sociedad estadounidense de la década de 1960 que buscaba ser visible, aparecer. Por supuesto, los hombres y mujeres LGTBIQ+ han existido desde siempre, pero la presencia que exigen no es una física ni tampoco un permiso para “estar”, sino que como parte de la sociedad exigen un reconocimiento jurídico. Esa es la diferencia entre ser respetados como “sujetos” distintos, por un lado, y ser considerados personas que en pleno uso de libertad pueden elegir el mejor modo de vida que decidan, por otro. Esto último, no como prédica vacía, tampoco como un “permiso” de la sociedad, sino como un derecho garantizado como a cualquier otro ciudadano por el marco de la legalidad.
La historia humana tiene aquí un ejemplo para nosotros sobre cómo avanza. Todas las personas sobre la base de su arbitrio quieren disponer del orden de las cosas según su propio sentido, pero las mayorías tienden a ocultar el sentido de las minorías. La marcha del Orgullo Gay es un modo de salir de las sombras para exponer la identidad; se trata de la construcción de un espacio intangible que pretende exponer un sentido que ha sido ignorado por mucho tiempo. Prueba de esto es que a las personas trans no se le reconoce el derecho a la identidad y tienen problemas de acceso a la salud, educación y el mercado laboral.
Las críticas que se alzan contra la marcha lo hacen desde la sensación de pérdida. Por un lado, creen que pierden su base moral desde la cual ya saben qué es correcto y qué no lo es. Olvidan, por lo tanto, que la moralidad también cambia con la historia y las personas, sobre todo porque nos podemos preguntar ¿acaso estas normas de la moral son las mejores para nuestra sociedad? Desde este punto de vista, a veces parece que ciertas personas viven en una sociedad que se quedó en el pasado. Por otro lado, creen que pierden su libertad. Pero también frente a esto se debe ser consciente que la libertad no se pierde cuando otros la están consiguiendo, porque expandir la libertad a grupos sociales tradicionalmente arrinconados en sus derechos y libertades no puede significar la pérdida de nuestros propios derechos. A menos claro, que se piense que los que son mayoría tienen derecho a disponer del orden de las cosas según su propio sentido.
La moral y la ley cambian junto con la historia, y esta se gesta cuando aparece la necesidad de que el sentido particular con que se ordenan las cosas por parte de un grupo minoritario requiere o exige ser reconocido. Siendo esta lucha en particular una búsqueda de libertad e igualdad jurídicas ocurre dos cosas sensatas: o es apoyada por todos los ciudadanos libres o, aun no comprendiendo el hecho histórico, se llama a la tolerancia y se descarta cualquier expresión de odio y el uso indebido de la ley para restringir la libertad de otro ciudadano.
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