Dentro de los múltiples cambios que trajo la modernidad, en relación con el medioevo, uno de los principales fue el debilitamiento de las tradiciones. Las tradiciones robustecidas tenían la ventaja de aminorar la angustia. Brindaban un sentido unívoco al accionar humano. Decían que era lo divino y lo seglar, lo justo y lo injusto; en síntesis, que era lo bueno y lo malo. Pero, también, las tradiciones férreas, tenían la gran desventaja, entre otras muchas, su tendencia hacia el quietismo, el inmovilismo social y el rechazo de la innovación.
Se entiende que un tiempo socio-histórico como el medioevo, en donde se creía que las jerarquías eran inamovibles, y que en el análisis de la realidad no se hacía mayor diferencia entre lo social y lo natural, estuviese vigente la doctrina del eterno femenino. Doctrina que aseguraba que las mujeres eran, esencialmente- es decir, a-históricamente- realidades angélicas que tenían como misión en la vida encaminar a los hombres por el camino de la virtud; precisamente, porque una mujer que se preciara de ser tal, encarnaba todas y cada una de las virtudes; desde las cardinales (templanza, prudencia, fortaleza y justicia) hasta las teologales (fe, esperanza y caridad) ¿Qué pasaba con las mujeres que no podían encarnar el ideal de santidad mariano? Pues, simplemente, no eran mujeres o eran mujeres defectuosas.
La tradición medieval siempre entendió a la mujer como una mezcla entre María y Eva. La alumbradora de un gran hombre (Cristo) y el complemento salido de la costilla de Adán. La tradición judeocristiana se entremezclaba con la visión platónica de la pareja amorosa como la otra mitad complementaria y la visión aristotélica de la mujer; en donde, el macho humano debía gobernar y la hembra humana, ser gobernada, de manera análoga a como, supuestamente, sucede en la naturaleza. En cambio, la modernidad, con su ruptura del quietismo tradicional, inaugura el mundo occidental tal y como lo conocemos: con división de poderes, con clases sociales (que por definición son móviles, a diferencia de los estamentos) y con ciudadanos poseedores de derechos y deberes. En filosofía se inaugura la noción de sujeto; en política, se reactiva la noción de ciudadano y se amplía hasta que todos lo seamos.
Los, otrora, excluidos de la categoría de ciudadano, esclavos y mujeres, comenzaron una lucha firme por el reconocimiento y la inserción de la modernidad. Otro concepto, que viene mancomunado, con la noción moderna de ciudadano, es también, el concepto, moderno, de República. Es decir, la res (cosa en latín) pública. Las mujeres, como cualquier otro ciudadano, están ante el desafiante reto de forjarse su propia historia, con sus propios logros y desaciertos, más allá de esencialismos como el del eterno femenino.
Todos los ciudadanos estamos ante el reto moderno de construir nuestra historia, pero para ellos debemos entender que las tradiciones, para bien o para mal, ya no ejercen la influencia de siglos atrás. Para afrontar los grandes retos modernos, por ejemplo, la construcción de la República, necesitamos en el estado, mentes modernas, no medievales.
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