Preguntarnos hoy por el estado de la naturaleza a escala global supone confrontar una realidad muy infeliz. Brasil, Bolivia y Paraguay sufren directamente el desastre en la Amazonía, pero las consecuencias las sufrimos y lamentamos todos. No solo es un incendio abominable, sino que la condición global del medioambiente se encuentra en niveles críticos.
Somos testigos de incalculables daños que rompen niveles históricos, los incendios recientes no tienen precedente y el humo generado se convierte en un problema que se ha manifestado con el oscurecer del cielo en pleno día. Las emisiones de monóxido de carbono se han expandido a menos de la mitad de nuestro continente.
Visto desde la lejanía de un satélite, el desastre es visible y se estima que alrededor de tres millones de kilómetros cuadrados han sido afectados. El resultado supone una opinión pública tibiamente indignada, confiada de que el suceso quedará como historia y reflejando una costumbre sistemática de sobrepasar la naturaleza.
Cuando la Catedral de Notre-Dame en París se incendió, millones fueron recaudados para reparar los daños, la voz de la sociedad se alzó y un pesar indignado se elevó en medio de la desolación. El paralelo es singular, debido a que la estructura posee un estilo gótico, corriente que busca representar lo natural para incluirlo en magníficas y amplias edificaciones civiles.
Por otro lado, la naturaleza misma, (un “poco” más antigua que el arte de la Edad Media), por sí misma no parece despertar el interés, indignación o sentimiento de compasión por nuestra sociedad actual. Aún peor, lejos de fomentar una recaudación para revertir el daño, se acusa al gobierno de Bolsonaro de ser negligentes en la prevención y despliegue mismo de la tragedia, lo cual se evidencia con la “habilitación” de las fuerzas armadas brasileñas para responder a la emergencia recién al decimoquinto día. A ello se le suma el conocido perfil del presidente, quien ha manifestado que las reservas indígenas (de casi 900.000 habitantes) son una traba para el empresariado.
Buscar chivos expiatorios puede ser fácil, y el presidente actual de Brasil tiene razones sobradas para verse desacreditado. En la misma línea tenemos a un Trump desentendiéndose de los acuerdos ambientales por emisiones de gases tóxicos; de nuevo, tenemos a los intereses corporativos por encima de la salud de nuestro planeta. Estos dos casos no son sino ejemplos de una mentalidad de explotación, dominio y depredación crónica. La tragedia forestal del Amazonas no es sino la punta del iceberg de un problema estructural de nuestra sociedad.
Bajo una perspectiva moderna, con el uso maquiavélico de la razón instrumental, hemos sido testigos de cómo una mentalidad depredadora ejemplificada en el colonialismo ha creado una estructura en donde lo indígena, lo natural y, en suma, lo humano, queda aplastado por intereses sociales exclusivos y tendencias económicas que carecen de criterio sostenible para nuestro entorno.
La contaminación mundial es un problema que dejando de usar bolsas o cañitas de plástico no va a solucionarse. Aplaudimos las iniciativas, pero podemos referir que tales esfuerzos corresponden a la fútil lucha de una ecología superficial que mantiene dicha mentalidad en donde el hombre es el centro de la vida.
El filósofo noruego Arne Naess propone, por otro lado, la necesidad de una transición hacia una ecología profunda cuyo núcleo de interés implica rechazar el antropocentrismo en que se basa la mentalidad instrumental que practica el colonialismo. En cambio, se busca reemplazar dicho eje de paradigma ético por una biocentricidad que respete la diversidad de la vida, en sus formas y manifestaciones, y que admita a la naturaleza como objeto de derecho.
Esto supone un cambio de actitud y mentalidad para volcarse en una transformación de los modos de vida, procesos económicos y valoraciones culturales. La necesidad de una ecología profunda latía intensamente mucho antes de que el Amazonas arda en llamas.
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