“Teme, oh Lima, teme a tu enemigo/ que, si hoy solo pasó cual amenaza,/ vendrá tal vez mañana cual castigo”. A lo largo de la historia, uno de los temas recurrentes de los poetas peruanos ha sido el temblor. Desde Pedro Peralta y Barnuevo en el Virreinato hasta José Santos Chocano y José María Arguedas en el siglo XX, los sismos han tenido y seguramente seguirán teniendo un lugar especial en la literatura de nuestro país.
Los versos que hemos citado al comienzo de este artículo pertenecen a Clemente Althaus, un poeta romántico del siglo XIX que compara el movimiento de la tierra como si se tratara del movimiento de una embarcación: “Subterráneo ruido/ velocísimo llega de repente;/ moverse el suelo, cual bajel, se siente/ y crujir techo y muro sacudido”. A esta descripción le sigue un reproche a los limeños: “Pasa el peligro y rápido se olvida;/ al saludable espanto reemplaza/ la viciosa costumbre de la vida”. Luego del susto, todos vuelven a la vida cotidiana y es como si no hubiera ocurrido nada.
Pero si para un poeta como Althaus el temblor servía para regañar, para los poetas de la Colonia era motivo para propósitos mucho más importantes. En el poema Temblor de Lima, Pedro de Oña ensalza al virrey Juan de Mendoza y Luna por la fortaleza que mostró ante el terremoto que azotó la capital peruana en 1609. En contraste con las calamidades producidas por el fenómeno y el miedo que cundía entre la gente, el gobernante es presentado como el hombre que tiene “ojos vigilantes”, “el brazo armado contra el que vive mal” y el que “en todo pone la debida tasa con equidad”. De esta manera, el desastre se transforma en un conveniente hecho político: a mayor desorden de la naturaleza, una mayor necesidad del orden virreinal. Algo parecido hace el poeta Juan del Valle y Caviedes, pero para propósitos estrictamente espirituales. Después de darle un lugar a los horrores del doble terremoto y posterior maremoto que asolaron Lima y el Callao en 1687, el Poeta de la Ribera aprovecha la ocasión para dar a entender que el castigo de la naturaleza es también un castigo de Dios: “Si no enmendamos la vida/ es nuestra dureza mucha/ pues cuando los montes se abren/ están las entrañas duras”. Los hombres deben asustarse más de sus pecados y sus ofensas que de la propia tierra.
Sin embargo, Caviedes no siempre defendió esta postura, y así como en un momento se puso de lado de la fe también se puso del lado de la ciencia. Es así que encontramos el soneto “Que los temblores no son castigo de Dios”, donde comenta los beneficios que puede adquirir el hombre por medio del conocimiento. Aquí los sismos ya no son vistos con sorpresa o asombro sino como un hecho más de la naturaleza: “Y si el mundo con ciencia está criado,/ por lo cual los temblores le convienen,/ naturales los miro, en tanto grado”. La última parte del poema se encarga de decir que los temblores no tienen relación directa con el comportamiento humano: “que nada de castigo en sí contienen;/ pues si fueran los hombres sin pecado,/ terremotos tuvieran como hoy tienen”. El supuesto vínculo entre la existencia humana y la naturaleza no es tal, pues las desgracias no distinguen entre hombres buenos u hombres malos.
Muchos de estos poemas son documentos muy valiosos para los historiadores de hoy, pues en algunos casos son los únicos registros que actualmente existen sobre los temblores de la época. También son una viva prueba de las pasiones y reflexiones que siempre siguen al sacudón que tarde o temprano nos tocará la puerta.
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