En un tiempo en el que el Premio Nobel de Literatura se encuentra en crisis, no está de más preguntarse si los miembros de la Academia Sueca no solo se encuentran interesados en resolver los problemas de casa sino en reflexionar sobre sus gustos literarios. Pues más allá de los escándalos, lo cierto es que en los últimos años encontramos algunas señales que indican que las preferencias literarias de la institución han cambiado. En el 2015, la Academia otorgó el Nobel a Svetlana Alexievich, más reconocida por sus largas crónicas sobre Rusia y Ucrania que como escritora de ficción; en el 2016, el premio fue entregado al compositor y cantante Bob Dylan; y en el 2017, fue concedido Kazuo Ishiguro, un escritor que es tan novelista como guionista de cine. De esta manera, pareciera que los jurados le están haciendo más caso al periodismo de investigación, a la música y al cine dramático que a la literatura ¿Podríamos pensar en algo más?
En el artículo que Mario Vargas Llosa escribió sobre Alan García poco después de su muerte (artículo que lleva el título de “Alan García”, a secas), el escritor recuerda que el expresidente alguna vez le comentó que era lamentable que la Academia de la Lengua solo incorporara a escritores y no a los oradores, quienes, a su juicio, no eran menos originales y creadores que aquellos. Es seguro que García estaba pensando en él mismo y también en la larga trayectoria de oradores apristas que le precedía, pero también se puede decir que estaba haciendo alusión a esa tensión que siempre ha existido entre la palabra escrita y la palabra hablada. Esto es, entre la tradición de la escritura, las leyes y el canon literario, y, por otro lado, la tradición de la palabra oral, más vinculada a la vida cotidiana, los mitos, y, por supuesto, a la política. Aunque en una y otra tradición se pueden encontrar elementos comunes, cada una de ellas establece claramente una manera de entender la realidad y también de interpretarla.
Es en este contexto que nos preguntamos si alguna vez los oradores también podrán formar parte de las Academias o ser premiados por los suecos, ya que así como se celebra a músicos y guionistas tal vez podría proponerse el galardón para alguien que domine el arte la retórica. Actualmente, ya se cuenta con la tecnología suficiente como para registrar, transcribir y guardar los discursos pronunciados por cualquier persona. Sin embargo, también es cierto que el rápido desarrollo de los medios digitales ha hecho que los multitudinarios mítines del pasado ya no sean tan frecuentes como antes. Ahora los políticos prefieren el twitter y no tanto el tabladillo de la plaza.
No obstante, la idea de García no tiene por qué menospreciarse, pues tiene algunos importantes antecedentes. A Emilio Castelar lo admitieron en la Real Academia Española y a Winston Churchill lo premiaron en Estocolmo por los discursos que pronunció durante la Segunda Guerra Mundial. Pero para entregar reconocimientos como estos primero hay que preguntarse si podemos colocar la elocuencia por encima de las ideas políticas.
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