Estas líneas van escritas con la tinta de la perplejidad. Resulta imposible comprender cómo el Reino Unido, una de las naciones pilares de la civilización occidental, puede haberse embarcado tan obstinadamente en un proyecto autodestructivo del calibre del Brexit. Muchos son los factores que impulsan este yerro estratégico y es impredecible cuál será su resultado final, pero la única certeza que por ahora podemos afirmar es que la historia juzgará con merecida severidad a los líderes políticos británicos que cocinaron este desaguisado y que lo siguen tratando de servir.
El Brexit ha puesto en vitrina un variopinto catálogo de las peores conductas y rasgos de personalidad entre los dirigentes políticos del Reino Unido. La falta de liderazgo y de escrúpulos patrióticos, y el oportunismo, sobresalen como principales catalizadores del desastre, tanto dentro del archipiélago oficialista del Partido Conservador como en la oposición Laborista. Muy pocos son quienes muestran coraje para decirle al pueblo británico que el Brexit es autodestructivo y costoso, y que está basado en premisas engañosas.
Vayamos por partes. Brexit es la denominación sintética del proceso de desafiliación del Reino Unido de su membresía en la Unión Europea, de la que es parte desde 1973. Durante años, políticos principalmente del Partido Conservador abogaron por esa desafiliación, apelando a caducas reminiscencias del pasado imperial británico. Según su razonamiento, el Reino Unido progresaría más fuera de la Unión Europea y si se liberaba del sometimiento a los burocráticos mecanismos de gobernanza comunitaria. La realidad es sin embargo más compleja y desde ya contradice a los demagogos promotores del Brexit. La geografía, la historia, la cultura y la economía, así como todas las otras dimensiones del quehacer británico, están estrechamente imbricados con los del resto de Europa. Y el formidable pero perfectible proceso de integración europea ha intensificado ese entramado, hasta el punto que ahora resulta extremadamente complejo, costoso y contraproducente intentar desamarrar esos lazos.
El Gobierno del Partido Conservador prometió en su plataforma electoral de 2015 convocar a un referéndum para decidir sobre la desafiliación de la Unión Europea, el cual se realizó el 23 de junio de 2016. Para sorpresa de muchos, el voto en favor del Brexit superó por pequeño margen al de los opositores (52% vs. 48%). En retrospectiva, fue una gran irresponsabilidad del Gobierno Conservador convocar y realizar ese referéndum, debido a que el tema del Brexit resultaba demasiado complejo como para poder decidirlo mediante un sufragio binario, y porque no se explicó cabalmente al electorado las implicancias de tal decisión. Peor aún, la información falsa (“fake news”) proliferó en vísperas de la consulta popular, en parte a través de la intromisión de Rusia: se ha probado que desde más de 150 mil cuentas rusas en Twitter se publicaron decenas de miles de mensajes en inglés promoviendo la desafiliación británica de la Unión Europea. Los derechos humanos de los ciudadanos británicos a participar en las decisiones políticas y a ser informados han sido pues maliciosamente vulnerados.
El resultado del referéndum puso en marcha el farragoso proceso de negociación de los términos del divorcio británico con la Unión Europea, que según el art. 50º del tratado comunitario debería hacerse efectivo este venidero 29 de marzo. Previsiblemente, los complejísimos términos del acuerdo negociado por la Primera Ministra Theresa May con los socios comunitarios han creado generalizada desazón entre todos los sectores políticos del Reino Unido. Y la Primera Ministra, con ostensible irresponsabilidad y nula claridad estratégica, ha postergado someter el acuerdo negociado con la Unión Europea a la aprobación de la Cámara de los Comunes, con la intención de arrinconar a los parlamentarios opuestos a tal pacto forzándolos a votar a favor dado el perentorio plazo para efectivizar tal divorcio. Pues la estrategia de la Primera Ministra ha fracasado estruendosa y reiteradamente, y su propuesta de acuerdo ha sido ya dos veces rechazada por los parlamentarios; pero estos tampoco logran consenso sobre una ruta alternativa de salida que pudiera resultar aceptable para los otros 27 socios comunitarios. A su turno, la Unión Europea ha señalado de modo inequívoco que no reabrirá la negociación del acuerdo alcanzado con el Gobierno británico.
No es claro cuál será el desenlace definitivo de ese escenario de caos y de crisis, de graves implicancias estratégicas y constitucionales, además de políticas. Muchísimos electores británicos están ya arrepentidos por haber votado en favor del Brexit, y hartos de presenciar el cotidiano y patético desastre del proceso. Crecientemente va aumentando el respaldo en favor de la convocatoria a un segundo referéndum, con la expectativa que en esta nueva oportunidad el electorado sepulte definitivamente la malhadada propuesta del Brexit. Ojalá así fuese, por el bien del Reino Unido, del admirable proceso de integración europea, y de la gobernanza global, aunque parece improbable.
Los pueblos juiciosos debiéramos aprender de los errores de otros, así como de los propios. El desastre británico de estos días, llamado Brexit, debiera inspirar a los ciudadanos de todas las latitudes para inocularse contra yerros parecidos. Hay momentos en la historia de los pueblos en que sus ciudadanos y dirigentes se embarcan inexplicable pero entusiastamente en la aventura de la autodestrucción nacional. Políticos avezados, demagogos u oportunistas, van en esas extrañas circunstancias de la mano de electores carentes de vocación cívica, desinteresados y desinformados, y juntos se asoman al abismo. Esta no es una reflexión abstracta para los peruanos: eso fue lo que vivimos durante parte de la década de 1980 e inicios de la de 1990, cuando decidimos ahogarnos en el desgobierno y la violencia. Afortunadamente, los astros se alinearon para darnos la oportunidad de regenerarnos, y la aprovechamos. Pero nuestra tarea de recuperación nacional sigue aún incompleta: tenemos que seguir avanzando hacia la forja de una cultura cívica y de una institucionalidad democrática de gobierno que nos enrumbe hacia el progreso y nos aparte, ya definitivamente, de las tentaciones autodestructivas.
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