La confianza es el cemento de la convivencia social y del desarrollo de los países. No es visible, pues no tiene una expresión física inmediata, pero permea todas nuestras interacciones desde la esfera íntima hasta la de la gobernanza del Estado, y son inmensos sus efectos sobre el bienestar de todos y cada uno.
La confianza es una variable cultural, es decir que está enraizada en el modo en que pensamos y nos comportamos dentro de nuestro entorno social. Eso significa que las sociedades se diferencian según los distintos grados de confianza existente en ellas. Y su importancia trasciende la dimensión ética, pues es un ingrediente fundamental para forjar prosperidad en las sociedades.
Francis Fukuyama publicó en 1995 un seminal análisis al respecto (“Trust”, en inglés). Él analiza cómo esta importante variable cultural influye en el desenvolvimiento económico de los países, y argumenta que los países prósperos tienden a ser aquellos en los que las relaciones comerciales entre personas se pueden llevar a cabo de manera informal y flexible sobre la base de la confianza, como Alemania, Japón y hasta los Estados Unidos. En otras sociedades, como Francia, Italia, Corea, y ciertamente el Perú, los lazos sociales están subordinados a los lazos familiares y amicales, y a otras lealtades disfuncionales, creando rigideces, provocando la intervención estatal y frenando el crecimiento económico.
Los funcionarios públicos honestos lo saben y lo temen: apenas son nombrados, se hacen presentes las amistades (las antiguas y las súbitas) con la expectativa de recibir favores de él con los recursos del Estado. No es infrecuente perder así amistades que les reprochan “ser poco serviciales”. En sociedades como la peruana, la lealtad hacia la familia y los amigos suele ser considerada más importante que la obediencia a la ley y el respeto del interés público.
La falta de confianza tiene inmensos costos para todos. Tomemos el ejemplo de la seguridad ciudadana: con nuestros impuestos se paga a la Policía Nacional; con nuestros tributos municipales se paga el Serenazgo; y, si el dinero alcanza, procuramos contratar guachimanes. Es decir, duplicamos y hasta triplicamos el costo de nuestra protección, y aún así vivimos inseguros.
Peor aún, más del 75% de la ciudadanía carece de protección legal efectiva, es decir que no tiene la posibilidad real de lograr que sus derechos sean respetados, pese a la larga lista de promesas declaradas en la Constitución y en otros instrumentos legales. Expresado de otro modo, en más del 90% del territorio nacional no existe la posibilidad real de lograr que las obligaciones pactadas en un contrato sean efectivamente cumplidas. ¡Cómo puede nuestro Perú prosperar en medio de tanta desconfianza y tan poco respeto por los derechos del prójimo!
La confianza debe asentarse en la cultura, es decir en el modo en que pensamos y nos comportamos dentro de nuestro entorno social. Debe nacer de un profundo compromiso ético y ser expresión cotidiana de nuestro patriotismo. Pero también debe moldearse en el adecuado funcionamiento de las instituciones. El Estado y sus funcionarios deben ser paradigmas de confianza. De modo particular, el sistema de administración de justicia tiene un papel fundamental que desempeñar para sembrar la cultura de confianza entre todos. Pues, si las convicciones no son suficiente estímulo para actuar honestamente, las entidades de administración de justicia son las llamadas a imponer esa conducta. Para ello necesitamos de jueces, fiscales y policías incorruptibles y esmerados, incapaces de subordinar el interés público a su lucro personal o a lealtades disfuncionales. De allí la importancia de las reformas emprendidas por el actual Gobierno, que deben ser simplemente el punto de inicio de un largo proceso de regeneración nacional.
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