Durante los últimos treinta años, gracias a la confluencia de diversos factores, la humanidad vino experimentando un proceso de intensa convergencia en las interrelaciones económicas, tecnológicas, políticas y culturales. Ese proceso recibió la denominación genérica de globalización, y permitió expandir la prosperidad y la paz por todo nuestro planeta, aunque también acrecentó dramáticamente las desigualdades a todo nivel. El enfrentamiento bipolar entre capitalismo y comunismo había acabado; la democracia continuaba enraizándose cada vez en más países; el surgimiento del internet y de otras tecnologías creó casi infinitas posibilidades de comunicación y nuevas opciones de negocios, dando voz y poder a cientos de millones de personas tradicionalmente marginadas; las vinculaciones económicas a través de fronteras y regiones planetarias adquirieron mayor vigor; y, parecían irse afirmando valores universales tales como la democracia y los derechos humanos. El optimismo en Occidente, cuna de muchos de esos hitos, era desbordante, como lo evidenció Francis Fukuyama cuando en 1992 enunció “el fin de la Historia”.
Pero súbitamente, ese positivo proceso empezó a ralentizarse en los últimos quince años, y los acontecimientos actuales permiten concluir que estamos asistiendo a una significativa reversión de la globalización. La magnitud y demás implicancias de este retroceso no son aún claras, pero es incuestionable que estamos transitando hacia un escenario mundial distinto y más problemático. Así lo confirman el creciente distanciamiento la República Popular China respecto de la mayoría de Occidente y de muchos de sus vecinos asiáticos, así como la incalificable agresión militar de Rusia contra Ucrania. Constituyen evidencias adicionales de esta tendencia la disrupción de las cadenas logísticas globales, la contracción de la inversión extranjera en la República Popular de China, y la tendencia de creciente fragmentación del internet que hasta ahora operaba como un espacio virtual universal y libre.
La crisis financiera de 2008 constituyó un primer punto de inflexión en el proceso de globalización, al diseminar por todo el mundo las consecuencias de la codicia de especuladores bancarios principalmente estadounidenses. Si bien la masiva intervención de los gobiernos de países desarrollados amenguó los efectos de la crisis, ésta desvirtuó los mitos de la infinita bondad de la globalización, de la sabiduría ilimitada de la “mano invisible” del libre mercado, y del acierto supremo de la desregulación.
A su vez, el crecimiento de la República Popular China como potencia no la condujo, como se creía en Occidente, hacia su progresiva liberalización política y económica, y hacia el reconocimiento de los derechos humanos como norte ético. Por el contrario, particularmente desde que Xi Jinping quedó entronizado como presidente de la República Popular China, en marzo de 2013, su gobierno ha ido adoptando posturas crecientemente autoritarias, contrarias a los fundamentos del libre mercado, militaristas e internacionalmente agresivas. A contramarcha de la ilusión de convergencia de la República Popular China hacia Occidente, su desenvolvimiento, particularmente frente a Estados Unidos, pero también respecto a Europa y a sus vecinos asiáticos, es factor de crecientes tensiones económicas, comerciales y tecnológicas, además de militares, políticas y culturales. Estas son fuente principal de la desglobalización que signa a las actuales circunstancias mundiales.
Es menester subrayarlo: la desglobalización comporta un proceso multidimensional, que comprende, pero trasciende, la competencia militar y económica. Se caracteriza por la fragmentación de los flujos económicos y comerciales que venían operando globalmente, por la creciente y cada vez más agresiva competencia tecnológica, y por el retorno hacia un escenario político y militar polarizado. El progresivo alineamiento entre la República Popular China y Rusia refleja la consolidación de un bloque autoritario, que contesta los valores liberales abrigados por Occidente. Ambos países comparten una visión imperial y disfuncional de las relaciones internacionales, precedida por conceptos históricamente obsoletos tales como los de áreas de influencia y de ejercicio irrestricto del poder. Ambos países coinciden también por tener regímenes de gobierno autocráticos, en los que el poder político es ejercido de modo omnímodo por un único y dictatorial personaje: Xi Jinping, en el caso de China; y Vladimir Putin, en el de Rusia. Esta característica tiene hondas implicancias en cuanto a la ética de la convivencia social, y también pone en evidencia su disfuncionalidad como forma de gestión gubernamental.
Pero es distinta la gravitación de China respecto a la de Rusia como actores internacionales y como factores causantes de la desglobalización. China es sin duda una potencia emergente, cuyo poderío tecnológico, económico, militar y político continúa acrecentándose, aunque enfrenta desafíos estratégicos en relación con su forma de gobierno, la ya persistente desaceleración de su economía, y su declinación demográfica. Rusia, en cambio, es una potencia en decadencia, cuya economía es solamente la onceava mayor del mundo, menor que las de Canadá, Italia y Corea del Sur (comparada en términos de PBI nominal). Además, la base productiva de Rusia es fundamentalmente primario-exportadora; su poderío militar viene demostrando ser muy inferior al que tradicionalmente se le atribuía; y enfrenta también un agudo proceso de declinación demográfica. En adición, la aventura militarista emprendida contra Ucrania empieza ya a intensificar la decadencia económica, militar y política de Rusia.
Para los países en vías de desarrollo, como el Perú, el actual escenario de tensiones internacionales y de desglobalización plantea significativos retos en cuanto a la política exterior. Somos especialmente vulnerables frente a las consecuencias de esos factores, y a la vez debemos procurar enrumbarnos dentro del marco de una diplomacia de no-alineamiento principista. Esto implica que debemos procurar mantener una relación equilibrada y equidistante con los distintos bloques de poder global, pero a la vez afirmando nuestro convencido compromiso con los valores universales del multilateralismo, la paz internacional, y la irrestricta vigencia de los derechos humanos y las instituciones democráticas.
A la vez, las mutaciones geopolíticas que vienen desencadenándose crean novedosas oportunidades económicas para Latinoamérica, a través de la posibilidad de reubicación en nuestros países de eslabones de abastecimiento productivo que durante las últimas décadas estuvieron alojados en China y otras naciones asiáticas (proceso de relocalización denominado nearshoring). Esta puede ser una fuente de significativa transferencia tecnológica y de nuevos flujos de inversión extranjera, que nuestros gobiernos debieran estimular.
De otro lado, los países-isla de la cuenca del Pacífico vienen adquiriendo una creciente significación geopolítica, ante la intensificación de los empeños tanto de la República Popular China como de los Estados Unidos por consolidar su influencia política y militar en ese espacio. Para el Perú, esto crea una oportunidad y un deber de proyección estratégica y diplomática, particularmente por tratarse de un escenario geopolítico localizado frente a nuestras costas.
La desglobalización es una mala noticia para toda la humanidad. Cierto es que el proceso precedente, de globalización, ha sido fuente de enorme progreso, pero también de significativos retrocesos, expresados por ejemplo en el gran acrecentamiento de las desigualdades a todo nivel; y en la diseminación desregulada de tecnologías de comunicación que propician la desinformación y la polarización política. Pero, haciendo sumas y restas, estamos entrando en un escenario global mucho más conflictivo, caótico y riesgoso; y carecemos de instituciones de gobernanza global eficaces para forjar un entorno ordenado de prosperidad compartida, de solidaridad universal, y de sostenibilidad planetaria.
Comparte esta noticia