No soy psicólogo ni pretendo serlo. Mis especialidades son la gestión y las políticas públicas. Pero reconozco que estas son entidades vacías si no consideramos a los protagonistas de su realización. De allí la necesidad de procurar comprender a la extraña y compleja especie de los líderes políticos.
Los ciudadanos somos contradictorios y abrigamos muchos rasgos de irracionalidad: al vivir en democracia, reclamamos ser todos iguales ante la ley, pero a la vez requerimos del protagonismo de personajes especiales en la función pública, en quienes reconocemos singular visión y capacidad de generar adhesiones masivas, y a quienes como compensación toleramos concederles privilegios. El líder político, se supone, encarna la búsqueda del bien común, pero en puridad el combustible que mantiene su espíritu en movimiento y que inflama sus actos generalmente es el narcisismo desbocado. A ello se añade la codicia, particularmente cuando la falta de controles adecuados posibilita la corrupción, y que es fuente a la vez que consecuencia de ese narcisismo desbocado.
Vayamos por partes. El narcisismo es la búsqueda de la gratificación de la vanidad o la admiración egoísta de la propia imagen y atributos idealizados de uno. El término se originó en el mito griego del joven Narciso, quien se enamoró de su propia imagen reflejada en un charco de agua. Freud incorporó el concepto de narcisismo en su teoría psicoanalítica, y publicó un ensayo sobre el tema en 1914.
Las expresiones moderadas de narcisismo son rasgo común en la mayoría de personas. Ayudan a formar nuestra autoestima, y nos impulsan a ser productivos y creativos; pero sus versiones extremas, traducidas en egomanía, suelen privarnos de la posibilidad de establecer vínculos emocionalmente saludables con otras personas y nos hacen perder sentido de la realidad. Dentro de las teorías psicoanalíticas está claramente reconocido que el amor propio es prerrequisito para poder amar a otros, pero su exceso (egomanía) produce el efecto exactamente opuesto.
No obstante su prevalencia, aún no se reconoce a la egomanía oficialmente como una patología de la mente, y el diagnóstico que más se le asemeja es el de Desorden de Personalidad Narcisista. La egomanía se caracteriza por ser una preocupación obsesiva, constante e incontrolable del yo. Los egomaníacos esencialmente se ven a sí mismos como en el centro del universo; todos sus pensamientos y acciones tienen como horizonte común y exclusivo a ellos mismos: todo es para, desde, en y sobre ellos. La mayoría de los egomaníacos sufren delirios de grandeza personal que ocultan sentimientos más profundos de insuficiencia e inseguridad. Siempre están más preocupados sobre la imagen que proyectan que sobre quiénes son ellos en realidad. Los egomaníacos tienen altos niveles de tolerancia al riesgo y a la incertidumbre, lo cual favorece el logro de sus aspiraciones de liderazgo, pero a la vez suele ser fuente de sus tendencias autodestructivas, incluyendo la de corrupción.
A través de su enamoramiento patológico consigo mismos, los egomaníacos pierden capacidad para vincularse racionalmente con sus entornos. Se tornan desvergonzados, amorales, incapaces de reconocer errores, posesivos y explotadores del prójimo, incapaces de experimentar genuina empatía y aún menos amor por los otros. Para los egomaníacos no existen límites —emocionales, éticos, legales o políticos— frente a su irrefrenable necesidad de autogratificación y reconocimiento. Las trasgresiones de las normas socialmente establecidas, incluyendo las prohibiciones de corrupción, se convierten en consecuencia y en nuevo aliciente de la egomanía. El poder deja de ser una circunstancia externa a ellos mismos y se convierte en ingrediente esencial de sus identidades; los privilegios dejan de ser elementos excepcionales y, ellos tienden a asumir, se tornan en derechos que naturalmente les corresponden en reconocimiento de sus grandezas. Y conforme sigue desbocándose, la egomanía se interna en el reino de lo tanático, es decir en un impulso de muerte y de autodestrucción. El suicidio es la materialización última de esa proclividad tanática.
Tener control sobre los demás puede volverse adictivo para los egomaníacos, ya que produce sentimientos de euforia y disminuye los sentimientos de inseguridad. Al lograr poder sobre otras personas, los líderes egomaníacos también intentan negar sus sentimientos de impotencia en relación con la muerte. La fantasía de ser inmune a la muerte respalda su vanidad y les ofrece la sensación de ser especiales y, como tales, exentos de las fuerzas naturales. Debido a que este proceso nunca logra eliminar completamente el miedo a la muerte; y la necesidad de poder se vuelve cada vez más convincente, lo que a menudo conduce a resultados desastrosos y críminales.
¿Es el narcisismo desbocado -la egomanía- un rasgo indispensable para aspirar a ser un líder político? Definitivamente no, y los líderes más eficaces son precisamente quienes han logrado establecer un adecuado balance entre sus impulsos narcisistas y las convicciones éticas de servicio a la sociedad. Si bien no debemos generalizar, pues cada personalidad es única y sus propensiones narcisistas son singulares, también es cierto que las tareas de erigirse en líder político, de persuadir a las multitudes y de ser favorecido por ellas a través del voto, implican inmensos costos espirituales y psicológicos, y requieren también extraordinarios grados de confianza personal y de capacidad para comunicar certezas.
Pero, ¿por qué es que los ciudadanos necesitamos y votamos por personajes desbordados de narcisismo? En parte porque necesitamos de certezas, y los egomaníacos nos proyectan la imagen de “ver el camino claramente”. Tal vez también porque a través de ellos compensamos nuestras individuales inseguridades y gratificamos nuestra honda necesidad de identidad.
Ahora, si bien la egomanía y la corrupción son fenómenos que emergen desde muy profundo en el alma, también existen carencias institucionales que las alimentan y facilitan su propagación. En la esfera de la política está la precariedad de los partidos, que en el Perú se reducen sin excepción a ser clubes caudillistas, donde la palabra del autoproclamado líder es verbo sagrado, y donde las trayectorias de los militantes se construyen sobre la base de la emulación y la adoración de aquel. Los partidos políticos, en vez de ser escuelas de liderazgos públicos saludables y mecanismos de control ético sobre sus militantes, se tornan pues en cajas de resonancia y cómplices de los peores vicios de sus dirigentes.
Confrontados con las trágicas y deplorables circunstancias de ahora, cuando prácticamente todos los principales líderes políticos del país están embarrados en corrupción, y de cara al advenimiento del bicentenario de nuestra fundación como república, tenemos la posibilidad y el reto de propiciar la regeneración nacional. Necesitamos forjar nuevos líderes políticos enamorados del bien común y no de sí mismos, y partidos políticos que sean eficaces escuelas democráticas de servicio a la sociedad. Y necesitamos crear una cultura ciudadana intolerante frente a la corrupción y a la perversión del voto popular. Requerimos de una ciudadanía obsesionada con el respeto a la ley, aún si esta es imperfecta; y comprometida a obrar dentro de los marcos de la legalidad. No podemos seguir postergando la tarea de construir un Estado eficaz y eficiente, cuyas instituciones y funcionarios se desempeñen con admirable diligencia y compromiso, y que sea propagador de los valores de equidad, transparencia, honestidad, justicia y democracia.
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