Hay una sentencia que sintetiza el aprendizaje político de Occidente, desde que se comenzó a pensar el poder como un asunto de origen humano: Todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Esta contundente frase de Lord Acton –intelectual y político británico del siglo XIX– resumía una idea central: el ejercicio ético del poder político debe realizarse desde el control y la limitación constitucional. Pues, sin esa restricción ético legal, el que posee un poder ilimitado, va a buscar incrementar ese poderío por cualquier medio.
Si prestamos atención a la historia política del mundo, de Latinoamérica o del Perú del último siglo, ha ido adquiriendo importancia la idea de limitar el poder de los gobernantes. Sin embargo, los resultados han sido variados según las situaciones históricas y culturales específicas de cada país. Más allá de dichas experiencias concretas, en términos generales la importancia del poder político ha ido decreciendo, en la medida que la política ha sido eclipsada por la economía.
A lo largo del siglo XX, y, en lo que va del siglo XXI, hemos asistido a un proceso de acumulación creciente y sostenible del poder económico. Este poder ha superado –en la mayoría de países– la competencia de los estados y de los gobiernos. Así, asistimos a una concentración del poderío, a escala global, como nunca antes vista en la historia humana.
¿Por qué la acumulación desmedida e ilimitada del poder económico es tan peligrosa para la ética pública de un país o del mundo? Es evidente que el poder económico se materializa en la influencia que tiene el dinero sobre todos los asuntos humanos. El dinero, sin duda, es un valioso medio de cambio, que permite la articulación –indeterminada y extensa– de las diversas cadenas de producción y de consumo en una sociedad. Sin embargo, la acumulación del poder económico, traducido en acumulación de capital, puede desbordar las propias estructuras políticas y jurídicas de un estado o de los sistemas políticos supranacionales.
Así, el poder económico desbordado, subordina al poder político. Lo usa para incidir en una mayor acumulación de capital, llegando, incluso, a apostar abiertamente por el autoritarismo o por el delito. A ese respecto, el sociólogo norteamericano, Edwin Sutherland, en su investigación Delincuencia de cuello blanco (1949), llegó a observar que era una práctica aceptada entre los líderes de grandes corporaciones utilizar medios delincuenciales para ver acrecentada su fortuna. Asimismo, el investigador francés Nicos Poulantzas, en su ensayo Fascismo y Dictadura (1970), consideró que la democracia republicana puede llegar a constituirse en un obstáculo para la acumulación de poder económico.
Por ello, así como se han creado los mecanismos jurídicos de control sobre el aumento desmedido del poder político, es deseable que seamos capaces controlar los efectos públicos de la acumulación exponencial del poder económico, pues toda ambición desmedida es causa de corrupción. La “riqueza de las naciones” debe estar al servicio de los ciudadanos y no al servicio de la misma riqueza.
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