Establecer en qué momento la palabra y la música iniciaron su fecunda colaboración será siempre una pregunta hermosa y profunda, pero de respuesta incierta y altamente especulativa, porque carecemos de la evidencia histórica que indique dicho origen. Sabemos, eso sí, que hubo un devenir situado en las experiencias populares, muy comunes en los procesos musicales de medio y lejano oriente y en occidente, hasta que desde la milenaria tradición juglaresca emergió la tradición trovadoresca hacia los años 1100 a 1200 DC, cuando fue renaciendo la vida urbana y las cortes tuvieron los medios para costear determinadas prácticas artísticas.
En el ecosistema cortesano, algo más exigente que el popular, cierta pretensión académica unida al conocimiento del sistema tonal, permitió a los trovadores ampliar la gama de posibilidades expresivas de la canción. Un ejemplo de ello fueron las Cantigas a Santa María, la bellísima colección anónima, compilada por el rey Alfonso X, el Sabio. También a las notables composiciones de Adam de Halle, poeta y trovador del siglo XIII, quien compuso la serie de canciones el Juego de Robin y Marion, antecedente lejano del drama operístico. Asimismo, es interesante la tradición de los “minnesinger” (cantores del amor) y de los “Meistersinger” (maestros cantores), surgidos en las diversas zonas germanas entre los siglos XIII y XV, quienes compilaron narraciones juglarescas de amor, de devoción religiosa y de mundos míticos, anteriores al año 1000. De hecho, el compositor Richard Wagner (1813- 1883) se inspiró en las historias de los “cantores de amor” y de los “maestros cantores” para construir su poderoso “legendarium”.
Hacia el siglo XVI y XVII, la cultura humanista formó subjetividades más complejas, con “narrativas” interiores más densificadas. Esto ocasionó el inevitable quiebre de los gustos y de las propuestas estéticas. Por un lado, una estética popular vinculada a la cotidianeidad y una estética académica más refinada, de referentes ilustrados. La tradición trovadoresca también experimentó aquel quiebre. Así se explica la complejidad poética de trovadores como John Dowland (1563-1626), Francesca Caccini (1587-1641), Barbara Strozzi (1619- 1677) y de otros poetas/músicos, quienes elevaron el poder simbólico y alegórico de la trova a niveles desconocidos hasta ese momento. Incluso, compositores del siglo XVIII, de repertorios amplísimos como Corelli, Vivaldi y Haendel, van incursionar en el territorio trovadoresco con resultados asombrosos.
Luego de la desmesurada experiencia del último barroco, los compositores académicos optaron por reducir los decorados sonoros; resurgió la “simpleza”, la música se puso al servicio nuevamente de la palabra y surgió como un género vocal autónomo, el “lieder” (la canción). Así, grandes compositores como Weber, Schubert, Mendelssohn, Wolf, Mahler etc., a lo largo del siglo romántico, elaboraron hermosas composiciones basadas en textos poéticos de autores como Goethe, Schiller, Hugo, Baudelaire, etc. Pero abandonaron la tradición de unir sus propias palabras con su propia música. Lo interesante de esta experiencia fueron los logros formales, que fueron incorporados en el siguiente siglo en las diversas manifestaciones musicales.
A fines del siglo XIX e inicios del siglo XX, la cultura “académica” empezó a recuperar su diálogo con la cultura popular, en medio de un “giro copernicano estético” de repercusiones integrales. En virtud de este cambio de paradigma, se fue disolviendo el límite entre lo “académico” y lo “popular”. Y en diferentes ecosistemas urbanos, los dispositivos de producción y difusión cultural nos permitieron vislumbrar la impresionante producción trovadoresca del último siglo.
Desde Bob Dylan a Lou Reed, desde Silvio Rodríguez a Pablo Milanés, desde Jacques Brel a Serge Gainsbourg, desde Atahualpa Yupanqui a Jaime Guardia, desde Serrat a Luis Eduardo Aute, desde Violeta Parra a Chavela Vargas, y un gigantesco etcétera, podemos encontrar en la voz de los trovadores y trovadoras, una infinidad de retratos de nuestras vidas y de nuestras desventuras y esperanzas.
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