Entrar una biblioteca es ingresar a uno de los mundos más fascinantes. Al recorrer sus estanterías, los ojos repasan en los lomos de los libros una infinidad de títulos y autores actuales, más o menos recientes, y, si se trata de textos canónicos, de otros tiempos y épocas. Se establece un vínculo secreto con cada volumen. A veces, se trata de autores que conocemos o reconocemos. En otros casos, de autores de los cuales no teníamos ninguna noticia. Pero que nuestra curiosidad nos conduce a examinar con interés sus índices.
Sabrá Dios cuántas horas hemos pasado a lo largo de nuestra vida en bibliotecas universitarias. Al extremo que, a veces, hemos olvidado que el tiempo exterior existe. Inmersos en ese tiempo íntimo, hemos aprendido mucho más de lo que se cree. Y en periodos de formación intelectual, la sala de la biblioteca y sus espacios interiores, con sus anaqueles repletos de libros, se convirtieron en lugares entrañables.
¿Qué sería de la vida universitaria sin sus bibliotecas? ¿Sería posible? Para nada. Tanto la labor de la cátedra y el ejercicio estudiantil serían imposibles sin su existencia. Pues ahí se aprende solitariamente el oficio de indagar, de hacer ciencia y tecné, la creación del conocimiento; la verdadera razón de ser de una universidad. De ahí que las bibliotecas, junto a las unidades de investigación y los fondos editoriales, constituyen, desde la antigüedad, el corazón del sistema de conocimiento de una sociedad.
Ciertamente, desde hace unas décadas, las nuevas tecnologías de información nos han traído una infinidad de formas de acceder al conocimiento. Por eso los repositorios y bibliotecas digitales, que se cuentan por ciento de miles, son fundamentales para desarrollar una investigación actualizada. De este modo, las bibliotecas experimentan una nueva edad en su historia, que implica aprender a discriminar la información relevante y seria de la accesoria y superflua. Por ello el lector de esta época debe desarrollar nuevas competencias.
Sin embargo, para aquellos que pintamos canas, nada suplanta al placer, si, placer, de sumergirse en los vericuetos de estantes; andar medio errantes entre libros, experimentando un éxtasis y alegría que es difícil de expresar con palabras. Por eso, los versos de Borges siempre regresan a nuestra memoria: “yo, que me figuraba el Paraíso/ bajo la especie de una biblioteca”. Y, también, por eso, buscamos que los más jóvenes aprendan a reconocer la alegría infinita que ocasiona aprender cosas nuevas en lo nuevo y en lo clásico. Todo gracias a los libros.
Comparte esta noticia