La defensa y la afirmación ideológica de lo local contra la universalización, empezó tan pronto se edificaron los cimientos de la modernidad política con la Ilustración liberal. Adam Müller (1779-1829), pensador conservador alemán, escribió en sus Fundamentos de Política que era imposible imaginar la idea de una humanidad única y universal en términos ético-jurídicos. Y, refiriéndose a la francesa Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, escribió lo siguiente: “La Constitución de 1795, como las precedentes, está hecha para el hombre. Ahora bien, el hombre no existe en el mundo. Yo he visto, durante mi vida, franceses, italianos, rusos..., y hasta sé, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: en cuanto al hombre, declaro que no me lo he encontrado en mi vida; si existe, lo desconozco”. Para un pensador como Müller, el concepto de humanidad y el derecho que se deduce del mismo, era inconcebible. Pues lo que existe son las comunidades concretas, conformada por sujetos que se identifican entre sí mismos. Si hay algo que une a autores tan diversos como Müller, Burke, De Maistre, Herder, Fichte y Donoso Cortez es su absoluta convicción que es imposible concebir la idea de una humanidad universal, unida por un derecho común. Para el pensamiento conservador de inicios del siglo XIX, las comunidades específicas (nación, raza, pueblo y aldea) son preservadas gracias a la persistencia de las costumbres, garantizándose las identidades particulares.
Un siglo después –a inicios del siglo XX– tras esta primera reacción conservadora contra la ilustración liberal de carácter cosmopolita, surgieron los modernos nacionalismos, concretizándose doctrinas políticas y en organizaciones partidarias. De algún modo, el fascismo, en cualquiera de sus encarnaciones, se nutrió del conservadurismo decimonónico y llevó a extremos radicales la noción de identidad cultural haciéndola exclusiva y excluyente.
Tras la Segunda Guerra Mundial y la descolonización del Tercer Mundo de los años subsiguientes, un sinnúmero de naciones apareció reclamando su derecho a la existencia identitaria después de siglos de dominación occidental. Culturas y subculturas a lo largo de todo el mundo, se fueron rebelando contra el supuesto manto homogeneizador del capitalismo global y sus instituciones multilaterales. La ideología común de muchos de estos movimientos de reivindicación, se fundaban en la defensa del principio de inconmensurabilidad de las culturas y subculturas, y en la creciente afirmación de lo particular contra la cosmopolis ilustrada, liberal y capitalista.
Sin embargo, lejos formarse un ambiente favorable para la coexistencia de las diversidades extendidas a lo largo del orbe, hemos asistido a una creciente demarcación identitaria de las comunidades particulares, sean estas regionales o nacionales. Esta exaltación localista recorre el mundo y se encarna en gobiernos nacionalistas, en colectivos específicos, entre otros, reclamando derechos exclusivos que se deducen tanto de una identidad consuetudinaria como imaginada. La consecuencia de ello es el quiebre de los mecanismos de cooperación humana, la generalización de las intolerancias y las discriminaciones multidireccionales. Las luchas entre culturas antropológicas, religiosas y de género, hace que diluya la posibilidad de un entendimiento común.
¿Por qué permanecer en la cosmopolis? Porque es necesario que la modernidad política –a pesar de su devenir– se reencuentre con sus raíces ilustradas, críticas y liberales, contextualizada en esta era del conocimiento exponencial y de la singularidad tecnológica. El gran marco de la convivencia cosmopolita (que el capitalismo ayudó a edificar materialmente) podría realizarse si ampliamos el ideal de tolerancia a la cooperación y a las redes de interdependencias comunes. Es decir, empezar a sentar las bases de la cosmopolis solidaria. Tarea inmensa y, al parecer, ilusa e imposible. Sin embargo, si no reducimos la carga extremista y prejuiciosa que los identitarismos potencian al máximo, vamos a seguir observado como la violencia secular y las nuevas formas de violencia se entronizan. La cosmopolis solidaria es fundamental, debido a las características que el capitalismo tardomoderno está tomando. El peor escenario son los llamados de la tribu.
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