Imaginemos esta escena de la vida cotidiana: una mujer o un hombre de 25 años se viste con ropa casual para asistir a una reunión familiar. Escoge un polo blanco, un jean azul claro y unas zapatillas blancas. Nada fuera de lo convencional para nuestra pequeña era. Pide un servicio de taxis por aplicación, lo aborda por la puerta trasera y decide intuitivamente que irá conversando por otra aplicación de celular. «Yendo a la casa de mis tíos», le escribe a una amiga. «Hace meses no los veo», continúa. A golpe de 500 palabras aproximadamente, el taxi se detiene. La mujer o el hombre de 25 años ha llegado.
«Llegué», escribe para finalizar la conversación. Agradece amablemente, baja del auto y toca el timbre de la casa. Se abre la puerta y una genuina sonrisa, seguida de un abrazo, la o lo reciben. Es su prima hermana. «Llegó Gabri», grita efusivamente para que los demás, quienes ya están en sus puestos habituales dentro de la casa, alisten sus mejores comportamientos. La mujer o el hombre de 25 años, Gabri, avanza por el pasillo hasta la sala y el típico relato insociable sigue sosteniéndose sobre sus mismas bases. Los acogedores abrazos y las melifluas sonrisas sirven de palestra para lo que será un recibimiento habitual. «Gabri, pero, ¡qué gordo estás!», «¡Qué bien se te ve, aunque con unos kilos menos te verías mejor», «Te recuerdo flaquito y mírate ahora», «Pero, ¡cómo has engordado, Gabri!», «Te lo decimos por tu salud», son algunas de las mejores frases que los demás miembros de la familia pudieron afinar mientras Gabri recorría el pasillo.
Para Gabri, es una aleación emocional muy extraña la que va sintiendo: experimenta una emoción que no podría ser descrita de otra forma más que como «hogar» muy cerca a otra que desciende del dolor, la vergüenza, la culpa y la crítica. No dice nada y se sienta en la mesa. La reunión familiar discurrirá con total normalidad: los demás alzarán sus voces y Gabri, como quien ha sido acusado de traición a la patria, se mantendrá silencioso, arrepentido.
Tu cuerpo es un error
Un número importante de personas, que roza la mayoría, sostiene que las críticas alrededor del peso corporal se deben a una preocupación por la salud. Desde este argumento, todo juicio o sentencia sobre el cuerpo de los demás halla su fundamento en una inquietud por el bienestar general de la persona. En honor a esta verdad, se han levantado «templos culturales» que deben ser cuidados y celados, como aquel que enaltece únicamente a los cuerpos delgados. Grandes centinelas hacen su labor diaria cuando critican la imagen corporal de amigas, amigos y familiares. Su función es detectar a quien se desvía de la norma corporal y exponerlo en público para que se encarrile; su principal herramienta son las amonestaciones verbales activas (por ejemplo, «¡Qué gordo estás!») y pasivas (por ejemplo, «Te verías mejor delgado»). Así, con el argumento de la salud siempre desenvainado, protegen toda una cultura corporal que invita con pases vip a quienes sí poseen un cuerpo delgado y segrega y multa a quienes se salen de ese parámetro esperado.
Pero, ¿realmente es la salud lo que les importa? Analicemos. Generalmente, cuando una persona se preocupa por la salud de otra, se evidencian muestras de afecto, intentos empáticos de acercamiento, frases cuidadas y muy prolijas para hacer sentir a la otra persona que siempre será apoyada, y pedidos de asistencia a centros de salud. Lo que enmarca todo este esfuerzo es un halo de comprensión, contención y afabilidad. No se presencian antojadizas críticas hacia alguna parte o componente de la persona; más bien, la preocupación se convierte en expresiones tiernas de sostén.
Es cierto que, en algunos casos, la preocupación mal procesada se puede transformar en enojo y el enojo en demandas iracundas, como en aquellas familias que intentan que algún miembro cese el consumo de alguna sustancia adictiva. No es inusual que las tempranas exhibiciones de comprensión se trastoquen y devengan en críticas a la persona con adicción. Pero, incluso en esos escenarios que transitan con un infortunado manejo emocional, la angustia por impulsar el cambio en el ser querido es evidente y palpable. Hay una genuina preocupación por la salud.
No es así, sin embargo, cuando hablamos del cuerpo y del peso corporal. No es notoria ni la aproximación afectuosa de quien está realmente acongojado por un «posible» problema de salud ni el desenfreno irascible de quien no puede más con su angustia por el miedo de perder a una persona amada. Dicho de otro modo, en los comentarios y juicios hacia el peso corporal, no se observa preocupación o angustia en torno a la salud, puesto que nadie está intentando realmente «socorrer» a nadie. Las expresiones verbales y las gesticulaciones no evidencian premura por «curar» a alguna enferma o algún enfermo: se entienden como amonestaciones incisivas, cáusticas, sardónicas e, incluso, despreciativas.
Si retornamos a la historia inicial de Gabri, que es la historia estereotipada de quienes no han adecuado sus cuerpos a la hegemonía corporal, podremos reparar en que las frases se enfocan única y representativamente en la imagen, en la periferia, en la superficie, en el cuerpo, no así en la salud. Son latiguillos que buscan el cambio sí, pero no del estado de salud, sino de la imagen física. Son proposiciones que, con total idoneidad, podríamos utilizar para hablar lato sensu de la ropa, el corte de pelo, las modificaciones corporales, entre otros aditamentos estéticos. «Con unos tatuajes menos, te verías mejor», «¡Te recuerdo bien vestido y mírate ahora!» y «Pero, ¡cómo te has dejado crecer el pelo!» podrían ser las frases vertidas en la reunión de Gabri y funcionarían de igual forma. De lo que se está hablando es de la imagen corporal, nunca de la salud.
Siendo así, lo que se expone en cada interacción que juzga el cuerpo de las personas es precisamente eso: un juicio ad populum contra el cuerpo de las personas. Es una manera directa, pero siempre amañada por el argumento de salud, de sentenciar que ciertos cuerpos son un error, una representación discontinua en el acervo de cuerpos todos iguales y homogéneos. Son moneda de otra colección. Y de esta labor se encarga, claro está, la sociedad y, dentro de la sociedad, quienes continúan sin cuestionar la verdadera esencia de sus críticas hacia los cuerpos diversos. Porque no es la salud, señoras y señores. Aunque no lo quieran creer, no es la salud.
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