La empatía y la política deben ir de la mano; de lo contrario, se corre el riesgo de caer en la tiranía. De hecho, este debería ser el precepto básico de toda democracia. Pero, ¿por qué? Porque la democracia es aquel modelo de gobierno que decide con base en lo que la voz del pueblo dicta —no por nada votamos para elegir a nuestros congresistas y presidentes—, es decir, lidera siempre pensando en el beneficio que los habitantes de una circunscripción territorial desean. Esto tiene alcance tanto para las mayorías como para las minorías —de no ser así, se convertiría en la tiranía de la mayoría y en la opresión de las minorías—. Para ello, los gobernantes electos deben ser capaces de escuchar a los demás y de ponerse en su lugar, es decir, de ser empáticos; pero no solo empáticos a nivel emocional, sino también a nivel cognitivo. ¿Cuál es la diferencia? En el primer caso, el gobernante comprende lo que está sintiendo la otra persona y ello le genera un compromiso emocional que lo mueve hacia el altruismo; en el segundo caso, entiende el punto de vista del otro (aunque no lo comparta) y lo respeta. El caso opuesto es, como ya se dijo, un tirano: alguien que no considera ni las emociones ni las opiniones del pueblo y que gobierna para sí mismo. Pero, a nivel cerebral, conseguir un alto nivel de empatía no es fácil, porque requiere de la especialización de las estructuras corticales de alto orden, es decir, de aquellas regiones del cerebro que nos hacen humanos —de esto, de lo que nos hace humanos neuronalmente, habla mucho Gabriel Lázaro Cruz, Director Científico de CEREBRUM LATAM—.
Esta interrelación entre la capacidad prosocial y la competencia para gobernar un país es el eje sobre el cual se debe mover cualquier aspirante a congresista, ministro o presidente. Lamentablemente, muchos de estos cargos han sido usurpados por narcicistas perversos, es decir, por personas interesadas en sí mismas que mueven los hilos necesarios para lograr su propia satisfacción, como si los demás solo fuéramos piezas claves en el engranaje de sus deseos y necesidades. Esto se evidencia claramente en las propuestas de ley que solo buscan enriquecer a algunos pocos u ocultar pruebas incriminatorias, en las contrataciones irregulares a familiares, en el robo de activos, en las negociaciones fraudulentas, en los actos bajo la mesa (como el Vacunagate) y en las frases deplorables que los mismos candidatos al poder dicen de forma impulsiva en entrevistas en medios de comunicación. Esta semana, por ejemplo, uno de los candidatos a la presidencia se refirió con total agresividad y nula empatía al pedido de eutanasia de una compatriota por sufrir una enfermedad degenerativa y soberanamente dolorosa, física y psicológicamente. Él, sin pensar en las emociones y los sentimientos de ella, de los millones de personas que viven con una enfermedad crónica de esa índole y de los pacientes con depresión que, muchas veces, llegan hasta el suicidio, y únicamente bajo su visión estrecha del mundo, habló con total frialdad, desinterés e indiferencia de este caso y se dispuso a minimizar este tema tan delicado. Esto responde claramente a una falta de empatía emocional y cognitiva, a una incapacidad para comprender lo que está sintiendo, deseando y pensando nuestra conciudadana, lo que genera comportamientos y decisiones egoístas (narcisistas, como lo mencionaba anteriormente), centradas en lo que «yo siento», «yo pienso» y «yo quiero».
Por esta razón, es fundamental que, al votar, pensemos detenidamente en las habilidades prosociales de los candidatos, en otras palabras, en su nivel de empatía. Aunque no es una capacidad que la tengamos muy en cuenta a la hora de realizar este acto cívico, ello nos asegurará que el plan de gobierno se siga o se modifique de acuerdo a las necesidades de las personas y no a los caprichos unipersonales. Les pregunto, entonces, ¿qué buscamos en estas elecciones? ¿Únicamente buenas propuestas o, también, un poco más de humanidad? Ojalá esta pregunta los guíe hacia una votación que labre un Perú mejor para todas y todos sin excepción.
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