Las niñas y los niños tienen este hábito, diría casi innato, de amurallar su espacio con cojines, almohadas, sábanas, cajas de cartón, cartulina y demás materiales, y únicamente dejar una especie de mirilla desde donde ven el mundo adulto que les es tan necesario como extraño. Eso era para mí la música: una trinchera, un lugar de apertrechamiento, una base segura para enfrentar todo desafío o aprendizaje. Desde ese cosmos, por la multidimensionalidad que representa esta expresión artística, podía lanzarme hacia la vida con un ímpetu irrestricto, con una capacidad de afrontamiento non plus ultra. Y, de hecho, eso fue lo que hice desde que pude elegir sentarme en una esquina de la casa de mis padres para, simplemente, repetir el mismo casete, como un ratón de laboratorio que decide instintivamente apretar la palanca para recibir recompensas una y otra vez.
Si bien mi acercamiento a la música inició de bebé —según cuenta la leyenda familiar, mi abuela materna se esmeraba en cantarme la celebérrima canción popular «Luna lunera cascabelera» cuando despertaba por la madrugada y apuntaba con el dedo hacia el cielo a través de una apertura en el techo del patio—, lo cierto es que se reforzó a los cinco años, edad en la que pasé todo un año en reposo obligado en casa porque el colegio al que iba a postular no permitía el ingreso de niñas y niños menores de seis años y yo había terminado tempranamente los estudios preescolares. Todo ese periodo, como un campanario de iglesia perfectamente sincronizado y rutinario, me pasaba la mañana escuchando un casete compilatorio de las canciones de Arena Hash y Pedro Suárez Vértiz, de esos que se vendían módicamente en cualquier mercado. La única variación en esta práctica estandarizada ocurría si me animaba a entrar en la cocina y cantar los hits del momento que se reproducían desde el casete de mi primera nana.
Para no dilatar más la historia, con la adolescencia, llegó la guitarra y, con la guitarra, las progresivas bandas de rock, formadas por la afinidad de barrio, aquella que es la base de los partidos de fulbito, las conversaciones por la noche y, también, ¡cómo no!, las pugnas en las que se forman bandos y se cierran filas. Mi identidad se construyó alrededor del fenómeno sociocultural que todo género musical conlleva. Mi ideología dio su primer respiro con las letras y los discursos de las bandas. Y, ahora, casi 20 años después, mantengo en el cronograma semanal, como un religioso las misas de domingo, un horario de práctica y composición que me permite ese exoesqueleto con el que afrontar las escarpaduras del mundo.
Pero, ¿por qué les hablo de esto? Porque es importante que reparemos en la utilidad de la música, no solo como medio de expresión, sino también como estímulo que nos ayuda a lidiar con la fragosidad de la rutina, la que, en las épocas que corren, está atestada de estrés y de estresores. Además del consabido placer que nos hace sentir escuchar nuestras canciones favoritas por la liberación de dopamina en el cerebro y de la función social que cumple y ha cumplido durante la construcción de toda nuestra civilización (eso lo podría abordar en otra columna), la música incrementa nuestra calidad de vida, nuestro sentido de bienestar y nuestra salud debido a que es capaz de producir una activación física de estrés y relajación similar al ejercicio: nos predispone para responder a las demandas mientras escuchamos la canción que nos gusta al estimular el sistema simpático, el que nos permite luchar contra el estresor, huir o paralizarnos; y nos brinda un estado de laxitud emocional al terminar de oírla al activar el sistema parasimpático, el que posibilita un estado físico de descanso y reposo. En otros términos, nos «encendemos» y «apagamos» como cuando afrontamos un problema y lo solucionamos.
Es así como la música, desde un lugar completamente seguro, libre de toda amenaza, aviva y apacigua la respuesta de estrés a modo de preparación para cuando realmente tengamos que contender en un desafío. Si lo queremos ver desde otro ángulo, cuando le damos play a esa canción que nuestro cerebro ha elegido como su preferida, estamos entrenando el circuito físico del estrés, lo estamos acondicionando para ese momento en el que deba responder. Por este motivo, como psicólogo clínico, las y los invito a hacer de la música lo que para mí sigue siendo: un entarimado desde el cual proyectarnos hacia lo cotidiano.
Fuente: McCrary, J. M., Altenmüller, E., Kretschmer, C., & Scholz, D. S. (2022). Association of Music Interventions With Health-Related Quality of Life: A Systematic Review and Meta-analysis. JAMA Network Open, 5(3). doi:10.1001/jamanetworkopen.2022.3236
Comparte esta noticia