Luis acaba de cumplir el primer año de edad, precisamente en los días que le siguen a una más de las escenas de inestabilidad política que plagan su país. Es hijo de Carmen y Jorge, dos jóvenes de veintitantos años que debieron migrar desde sus pueblos natales para trabajar muy tempranamente, antes quizá de que lograran terminar la escuela. El anuncio de su nacimiento fue tan abrupto como la noticia del embarazo: sin planificación alguna. Las cosas después del nacimiento no fueron mejor que durante la gestación: Carmen y Jorge tuvieron que seguir trabajando un promedio de 12 diarias para poder llegar al mínimo económico que necesitan para proveerse de algún insumo someramente nutricional. Luis, ahora a cargo de su hermano mayor de siete años, llora más que ríe, mientras reposa hoscamente sobre un colchón familiar que ha pasado de generación en generación. Cuando llega su madre, cansada por el jornal y con una mezcla de pesadumbre y frustración por la invariable situación, lo toma en sus brazos y se sienta a descansar con los ojos cerrados sin mediar una palabra. Me pregunto, ¿cómo será el desarrollo de Luis? ¿Logrará una solidez cerebral y mental a pesar de sus duros años en condiciones empobrecidas?
Luciano, en cambio, vive en una realidad antagónica. También acaba de cumplir su primer año de edad, pero él lo ha recibido como cualquier adulto en edad laboral con un ingreso que excede con creces el sueldo mínimo: con un catering organizado por sus padres y más de 30 invitados, cada uno con un regalo en cajas cuidadosamente forradas con fina papelería para no revelar la dicha que llevan dentro. Es hijo de Paola y Tomás, dos jóvenes de treinta años que planificaron el embarazo con una cobertura completa por su seguro de salud. Paola, porque una amiga psicóloga le recomendó que disminuya el nivel de estrés para un mejor desarrollo del sistema nervioso de Luciano, decidió tomarse unas vacaciones no pagadas desde el tercer mes de embarazo. Con sus ahorros y el trabajo de Tomás, contrataron a Valeria, una nana que, hasta ahora, colabora con la crianza y con alguna que otra actividad en la casa. Luciano pasa sus días en contacto directo con ella: ríe, juega y dicen que será el próximo Sinatra por las melodías que intenta emular con sus aún en desarrollo cuerdas vocales. Me pregunto también en este caso, ¿cómo será el desarrollo de Luciano? ¿Logrará una solidez cerebral y mental que le permita realizar sus metas?
Paso a responder estas preguntas. Aunque ambos podrían lograr una solidez cerebral y mental que sea la base de sus logros a futuro, es probable que uno deba esforzarse sobremanera (hablo de Luis). ¿Por qué? Sucede que, desde el embarazo y durante toda la infancia, con predominio de la primera infancia, todos los estímulos que recibe el bebé en forma de alimento, contacto físico, caricias, miradas, sonidos, abrazos, juegos, entre otros, van amalgamando las conexiones neuronales que constituyen el cerebro. Es como si cada experiencia por la que atraviesa, por más mínima que sea, fuese generadora de una huella, tal como si hundiéramos nuestro dedo en plastilina. El problema es que la plastilina, aunque no por completo, se va endureciendo y va tomando la forma que dejan los impactos, tanto positivos como negativos.
Con los años y a partir de esa configuración cerebral, Luis y Luciano van a tener que vérselas con el mundo: cada decisión que tomen —recordemos que cada paso que damos, lo sepamos de forma consciente o no, es una decisión que asume nuestro cerebro— va a depender de esa red de conexiones que fueron formando desde que eran bebés. ¿Ahora se entiende por qué Luis deberá poner más empeño? Porque el estrés de sus padres, la alimentación deficitaria, la ausencia de experiencias enriquecedoras y la falta de afecto van a cimentar un cerebro distinto al que fue construido con bloques de cuidado, empatía, expresión de cariño y alimentación balanceada, condición en la que viene creciendo Luciano.
Lamentablemente, el desarrollo infantil es un tema de política pública que se mantiene yermo presidente tras presidente. Aunque muchas organizaciones buscan paliar los efectos de la negligencia de estado con programas privados que proveen desde alimentos hasta educación, se comprende que no es posible que este tipo de ayuda llegue a todas las niñas y los niños del país. Para ello, se requiere una cultura de prevención que se enraíce y encepe, que se aloje profundamente en la mirada macro de las autoridades. Por ahora, sin embargo, solo nos queda a las psicólogas y psicólogos denunciar el descuido de la primera infancia y ayudar con lo que esté a nuestra disposición.
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