Son las mismas fuerzas que describen un sistema social las que explican nuestra práctica individual. Básicamente, nos comportamos de acuerdo con los parámetros e indicadores que dominan una temporalidad, un periodo, un recodo de la historia. Somos usuarias y usuarios de lo que una revolución industrial nos ofrece, de la catequesis cuasi religiosa de un modelo económico. Somos la impronta de un aparato tecnológico que nos señala el camino a través de la soteriología de la virtualidad. En pocas palabras, y esta es una repetición ad finitum, nos reafirmamos como organismos cuyo movimiento natural es también el movimiento de la masa y del marco de referencia histórico en el que nos desenvolvemos.
En este orden de cosas, la velocidad con la que marchan los dispositivos tecnológicos, que han venido a mejorar nuestra calidad de vida, es, asimismo, la velocidad con la que pretendemos actuar y ejercer nuestra competencia en la realidad. Ese nivel de rapidez se lo exigimos a todo lo que nos rodea, incluso a nosotras y nosotros mismos. Lo queremos todo al instante; lo queremos todo ya. Cualquier retraso es sinónimo de falla y ese es un rasgo que se castiga con anatema o excomunión, a la vieja usanza de la Edad Media. «Esperar» es un vestigio de otro tiempo: si pudiésemos adelantar la conversación que oímos de la boca de un amigo para llegar prestissimo al final, no me cabe duda de que lo haríamos. ¡Cuánto nos cuesta esperar que el servicio por streaming suba un nuevo capítulo de nuestra serie la siguiente semana! ¡Cuánto nos duele, también, la existencia de películas de más de dos horas de duración o libros con más de 500 páginas! ¡Mucho peor si la escena que transcurre en el mismo plano bajo el mismo escenario con los mismos personajes y en silencio ambiciona durar más de un minuto! ¡Eso es muy lento!
El problema con esta exacta réplica, con esta estatua de mármol que hemos erigido con las facciones, los manierismos, los latiguillos y las perogrulladas de la sociedad actual, es que nuestro organismo, específicamente, nuestro cerebro y nuestra mente no están diseñadas para tanta aceleración. El cerebro y, por supuesto, la mente, requieren de tiempo para procesar la información que reciben del exterior y del interior, y para elegir un curso de acción. A diferencia de lo que sucede con una máquina creada especialmente para soportar todo el arremetimiento de una velocidad supranatural, como las computadoras de última generación que, en cuestión de segundos, analizan cantidades ingentes de información sin titubear, el cerebro necesita abrir un espacio en este maremágnum de estímulos para interpretar los datos, refrenar los impulsos y deseos, acallar las emociones, realizar un pronóstico o imaginar un escenario futuro, y sopesar los riesgos y beneficios (todo ello con plena consciencia de no dañar al prójimo y de acertar con la ética). Las redes cerebrales que se encargan de este tipo de pensamiento, conocido como «pensamiento analítico», demandan mucha energía y tiempo, pues no se trata de dos o tres funciones, sino de un conjunto de quehaceres que determinan nuestro comportamiento.
«Pero yo tomo decisiones en cuestión de segundos», dirás. Y es que esto es completamente posible, pero, también, desmedidamente riesgoso. Las áreas de tu cerebro que toman esa decisión en instantes son aquellas que sustentan el «pensamiento intuitivo», tipo de pensamiento rápido, reactivo, inintencional y no consciente. En otras palabras, tú no eres el que dirige esa elección: tu cerebro, como en un acto reflejo para salvarte de un accidente, toma una decisión. Claro está que, en tan poco tiempo, no le es posible hacer acopio de todas las funciones de las que hablábamos. A lo sumo, podrá comandar acciones que ya hemos llevado a cabo o resoluciones sesgadas —los sesgos cognitivos que, desde mi punto de vista, son errores de pensamiento, dan para otra columna—, pero no se preocupará por información nueva proveniente de entornos y situaciones inéditas que podría ser de gran importancia.
Esta es una de las razones por las que la «falacia de la velocidad», falacia que nos hace creer que los resultados y beneficios que obtienen las máquinas y dispositivos tecnológicos por su intrépida rapidez son perfectamente alcanzables por nosotras y nosotros si replicamos sus propiedades, nos puede generar más estropicios que provecho. Si queremos realmente tomar decisiones más analíticas y racionales, conviene que nos identifiquemos como agentes separados del sistema socioeconómico en el que estamos inmersos (inmersos, pero no integrados), con atributos particulares y diferentes, esto es, que nos asumamos como personas que pueden conducirse de forma desemejante al patrón de la sociedad actual. Solo así vamos a poder ir a nuestro propio ritmo biológico, a nuestro propio ritmo humano.
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