La política, como la religión, es un campo fértil para la enemistad, la animadversión y la conducta impulsiva y automática. Es un tema que nos somete a respuestas inmediatas y ausentes de toda evaluación. Aunque no es una analogía muy elegante por todo lo que implica, para muchas personas, la política no es otra cosa que una versión extendida de un partido de fútbol, puesto que más vale ir a alentar a «tu equipo» sin importar los errores, las deslealtades, la contravención del juego limpio, las fallas técnicas o la corrupción que se esconde fuera de la cancha. Es más importante negar todas las acusaciones, defender a ultranza «la camiseta» y, cuando esto no es suficiente, atacar sin criterios éticos a la parte acusadora. De hecho, y fuera del ámbito de lo premeditado, conviene más, para un «hincha», hacer uso de la agresión verbal y de las calumnias si no existen suficientes argumentos para continuar apoyando «al equipo de sus amores». Y por más hórrido que suene, lo mismo sucede en la política.
Si queremos analizar cuáles son las bases que sustentan este tipo de fenómeno, sugiero revisar brevemente los mecanismos psicológicos y cerebrales de la política. En el ámbito de la religión, la política y el fútbol, las personas se identifican con grupos o asociaciones que poseen, en menor y mayor medida, credos, mitos y personajes arquetípicos. Lo que hacen es adoptar, con base en una predisposición biológica y psicológica, los principios de aquellas organizaciones y los convierten en parte de su personalidad. En este sentido, al identificarse, incorporan una parte de la religión, del partido político o candidato, y del equipo de fútbol en su propia identidad. En este proceso, las personas eligen agrupaciones que compensan o complementan atributos individuales, lo que genera una especie de simbiosis entre lo que le pertenece a la persona y al grupo externo.
Esta forma de fanatismo dificulta mucho el pensamiento analítico, que es la capacidad para evaluar de forma consciente y voluntaria todos los pormenores de una situación, porque todo cuestionamiento a los principios y a los actos de las personas involucradas en el partido político, la religión o el equipo de fútbol favorito será vivido como un ataque y activará áreas del cerebro que están lejos de todo análisis: el sistema límbico y, principalmente, la amígdala. Esta estructura se estimula ante amenazas y detona una serie de respuestas urgentes que tienen que ver con la supervivencia. Dependiendo de la capacidad de la corteza prefrontal (región de la autorregulación, el pensamiento analítico, las conductas con propósito, entre otras capacidades de alto orden) para reducir la intensidad de esta excitación subcortical, la persona podrá sopesar las denuncias o iniciar un ataque. En otras palabras, cuando se trata de política, de religión o de fútbol, quienes se han hecho fanáticos perciben las controversias como agresiones y, cerebralmente, van a estar propensos a defenderse.
Aunque esta es una versión reducida de lo que sucede psicológica y neuronalmente en las personas que se aferran firmemente a las creencias de un grupo, permite vislumbrar que las elecciones de esta semana podrían ser el reflejo de una defensa de nuestra amígdala y no una decisión analizada, producto de la activación de nuestra corteza prefrontal. Por ello, es importante que sepamos que nuestros cerebros y la configuración de nuestra mente, si es que no nos detenemos a evaluar candidato por candidato de forma objetiva a la luz de las pruebas, podrían timarnos y hacernos elegir al mal peor sin siquiera notarlo.
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