La felicidad es el mandato de una nueva tribu occidental, la cual no le permite a ninguno de sus correligionarios acercarse, aunque sea un poco, a aquellas emociones marginadas, como la tristeza y todas sus variantes. En esta tribu, la felicidad no solo se articula como un objetivo o aspiración, como lo sería mutatis mutandis en la Antigua Grecia, sino que es una demanda coercitiva, es decir, es una obligación a la que todas y todos debemos responder sin hacer preguntas, pues cualquier intento de experimentar alguna otra «emoción prohibida» se castiga con el destierro social. Alrededor de este gran mandamiento, se han erigido una serie de «artefactos culturales» que sirven para que sintamos el peso de ser felices a toda costa: mensajes que se van universalizando poco a poco, seminarios y formaciones «profesionales» que los difunden, agendas o cuadernos con «frases motivacionales», en otras palabras, toda una industria a favor de esta «buena nueva». Entre los diferentes pero univitelinos mensajes, se encuentra el famoso «Sé feliz», el tan apreciado «Comienza tu día con una sonrisa y la vida te sonreirá también» y el no menos importante «Sonríe; vale la pena ser feliz». Todas estas frases son «inofensivas» formas de implantar una sola visión respecto a la salud mental: seamos felices sin importar realmente las demás emociones que estamos sintiendo, fruto de experiencias posiblemente dolorosas.
Pero, ¿realmente puede ser tan nociva una subcultura que gira en torno a ser felices? ¿Al fin y al cabo, la felicidad no es lo que todas y todos queremos? Si nuestra vida emocional la observamos con anteojeras, como caballos que solo miran en una sola dirección, vamos a obviar o evadir un grupo importante de experiencias emocionales que están ahí, que generan malestar y que no piensan irse a otro lugar hasta que nos demos el tiempo para mirarlas a la cara en sesiones de psicoterapia. Dicho de otro modo, pretender ser felices sin sanar aquello que nos daña permanentemente es como pretender que no nos duele el vidrio que se incrustó en la planta del pie.
Un ejemplo, en esta instancia, explicaría mejor el funcionamiento de la obligación de ser felices: «Desde hace tres años para ser exactos, el protagonista de nuestro relato empezó a hacer acopio de frases motivacionales que pega diligentemente en toda superficie que lo rodea: paredes, libretas, agendas, pizarras, escritorios y sus redes sociales. Pero, desde que era niño, arriesgando la precisión, sufría de un "nerviosismo" paralizante, una sensación interna que lo hacía sentir vívidamente en peligro y que lo llevaba a encerrarse en su habitación por horas, mientras una larga manta que cubría su cabeza lo protegía de lo que sucediera afuera. Esta sensación nunca se fue: lo escolta hasta hoy, 27 años después, y parece no querer dejarlo. Lo que lo ayuda a continuar es su pequeña hija, a quien llamó Sol en un intento por aliviar un poco la lobreguez que lo acompaña. Es por ella por lo que intenta, casi a diario, obligarse a ser feliz a través de mensajes o pensamientos motivacionales sin lograr mayor efecto que le dure unos minutos o, en sus peores días, unos segundos».
La historia del protagonista refleja lo que esta subcultura nos intenta hacer creer: que la felicidad la podemos programar en nuestro cerebro y en nuestra mente con mensajes recurrentes sobre ser felices. Lo cierto es que, como lo mencioné en una columna anterior, la felicidad es un trabajo arduo que, en muchos casos, requiere urgentemente de la labor psicoterapéutica, esto es, de un servicio profesional especializado. En el caso del protagonista, el trastorno de ansiedad que lleva a cuestas no va a evaporarse espontáneamente; no va a desaparecer porque él desee, con mucha fuerza, ser feliz. Solo la psicoterapia y, quizás, el tratamiento psiquiátrico lo podrán ayudar a lograr lo que tanto anhela, porque, justamente en esos espacios, en lugar de evitar emociones como la ira o la tristeza, se busca tocar las fibras emocionales más dolorosas para poder sanarlas, tal como cuando se cura una herida en la piel.
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