Por mucho que todos estemos de duelo y que numerosas familias vivan en la espera de noticias sobre la salud de sus seres queridos, corresponde hoy recordar que somos una vieja nación, con muchas cosas de que estar orgullosos y con lecciones aprendidas de épocas de guerra, miseria, violencia y decepción.
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Por mucho que todos estemos de duelo y que numerosas familias vivan en la espera de noticias sobre la salud de sus seres queridos, corresponde hoy recordar que somos una vieja nación, con muchas cosas de que estar orgullosos y con lecciones aprendidas de épocas de guerra, miseria, violencia y decepción. Las dificultades fueron inmensas desde el principio. Lo dijo Bolívar en sus cartas desesperadas de 1830 y lo dijo San Martín con su silencio y su largo autoexilio. Ambos libertadores supieron hacer realidad una idea que había venido germinando desde la revuelta de Tupac Amaru y la primera generación de ilustrados, que encarna Baquijano y Carrillo reclamando justicia delante del Virrey Jaúregui en la Universidad de San Marcos. Si la Independencia pudo conquistarse en las pampas de Junín y Ayacucho fue gracias al sacrificio de patriotas de todas las clases sociales que pagaron con su vida la lealtad a sus ideales. El pescador José Olaya en Lima, el poeta Mariano Melgar en Arequipa y la huamangina María Parado de Bellido renunciaron a vivir para que viva el Perú. Hijo de padres españoles, héroe en el ejército del rey Fernando VII contra la ocupación francesa, San Martín decide regresar a América a los 33 años porque creía en la libertad. Desembarca en Pisco y recorre la costa norte con el apoyo de un prestigioso almirante británico, Lord Cochrane. Intenta evitar una guerra innecesaria y para eso se reúne con el virrey La Serna en una casona cuyas ruinas todavía existen en Carabayllo. Después de la primera proclamación de Independencia hecha por Torre Tagle en Trujillo, en diciembre del 1820, San Martín redacta un manifiesto que durante el mes de julio fue firmado por miles de ciudadanos de Lima, comenzando por el arzobispo Bartolomé de Las Heras. Solo después, proclama nuestra Independencia en cuatro diferentes plazas del Centro histórico de Lima: La Merced, Santa Ana, la Inquisición y la Plaza Mayor. Consciente de que los españoles resistirían en la sierra, acude a Guayaquil para asegurar la participación de Bolívar y renuncia a toda pretensión personal. Desde entonces, en julio de 1822, prepara su retorno a Europa, donde moriría tres décadas más tarde. Fue fiero y audaz para hacer la guerra pero nos ofreció también el mayor ejemplo de desprendimiento personal y de confianza en las instituciones. Lo importante era la causa y no el papel de su persona. A lo largo de los dos años que pasó en el Perú supo crear un ejército motivado, un embrión de Estado nacional, una bandera, una biblioteca, una escuela normal, un estatuto constitucional, un congreso y una Orden de mérito que restableciera la vigencia de valores incaicos: el Sol. El Concejo de Lima le entregó el estandarte con el que había llegado tres siglos antes Francisco Pizarro. Hasta el fin de su vida lo mostraba en su domicilio parisino, como símbolo derrotado del régimen colonial que él contribuyó de manera decisiva a erradicar.
Desdichadamente, caudillos militares vivieron de glorias ajenas para usurpar el poder durante los primeros cincuenta años de nuestra vida republicana. Hubo que esperar hasta Manuel Pardo para que un civil se pusiera la banda presidencial. Llegaremos al bicentenario después de haber atravesado grandes turbulencias, pero por primera vez habrán transcurrido veinte años sin ruptura del orden constitucional.
Ese es el contexto en que el presidente pronunciará hoy su discurso a la Nación. Necesitamos volver a compartir una esperanza que movilice lo mejor que tenemos. Si lo logramos, la pandemia nos habrá servido para algo y podremos contar sin sonrojarnos la historia de nuestra generación. Para eso necesitamos planes claros, cifras transparentes y una voluntad política que esté a la altura de las promesas de nuestra Independencia.No solo es un deber político. Es el homenaje que debemos rendir a nuestros muertos.
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